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Alfredo Bryce Echenique: En San Marcos halló el Perú y en un techo de París, el mundo

"He llevado mi vida a buen puerto", dice el escritor en esta entrevista con Perú21. Y anuncia su despedida literaria.

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“Bajando el valle de Tarma, tu ausencia bajó conmigo”, es el único poema que escribió Alfredo Bryce Echenique, universo literario del que solo fue lector, pero que lo salvó literariamente en muchas oportunidades, tal como lo relata en 'Permiso para retirarme. Antimemorias 3' (Peisa), libro de más de 200 páginas con el que se despide del acto de publicar luego de más de 50 años entregados a la creación.
Siempre fue cuentacuentos. Un día que volvía con su padre del Centro de Lima a San Isidro, donde vivían, le dijo que iba a comprar un carro nuevo similar al de un piloto de la época, muy famoso, que se llamaba Arnaldo Alvarado. Entonces, Alfredo contó en el colegio que su padre era Arnaldo Alvarado. La madre, cuando fue a recogerlo, fue asediada por sus compañeros, quienes preguntaban si ella era la esposa de Arnaldo Alvarado. “Si Alfredo lo dice, claro que sí”, respondió. “Así me volvía cuentacuentos”, remata el escritor.
Y la literatura ha sido su salvación. “Me salva hasta el día de hoy. La literatura es una salvación muy larga”, me dice sentado y con las piernas cruzadas en la sala de su casa de San Isidro, desde donde también recordamos el cuarto sin ventanas en el que vivía en su primera incursión en París, a mediados de la década del 60. Esa habitación tenía solo una claraboya por la cual le goteaba la lluvia, su cama, una mesita y sobre ella una máquina de escribir, donde confeccionó sus primeras obras.
Entrevistar a Bryce es una tarea compleja. Tras unos 30 libros publicados y 80 años de vida (y, ojo, la vida de un escritor como él), abordar su tiempo y obra es como pretender abrazar el mar. Pero imaginariamente nos paramos en la azotea de aquel edificio parisino donde vivió, ciudad a la que llegó en un barco de carga, y miramos hacia adelante. “Vamos”, propone el autor de 'Un mundo para Julius' mientras repaso mi primera pregunta.
En este último libro escribe que en un techo de París descubrió el mundo. ¿Cómo así?
Creo que ahí viví más de un año. Fue estar en París, sin un cobre y una beca de un año. Luego ya chambeé y justamente ahí es cuando fui a dar al techo. Sería el año 66, dos años después de haber llegado a París.
¿Qué descubrió en ese techo?
La amistad, pero una distinta. En ese techo vivían obreros italianos, portugueses, vietnamitas.
Y un ladrón.
Con diente de oro. Lo terminaron matando en la carretera, huyendo hacia Bélgica por un algún robo.
¿Esa azotea era como el Perú?
Sí, sí, sí. Había un español del que me hice muy amigo que no hacía absolutamente nada. Pero éramos muy solidarios. Quien necesitaba algo avisaba. Aprendí sobre la carencia y la solidaridad. Yo participaba activamente de la vida de ese techo. A los españoles que eran analfabetos les arreglaba sus papeles de banco para enviar dinero, porque trabajaban como bestias. Hacían dos, tres turnos en distintas fábricas.
Si en ese techo descubre el mundo, ¿en qué momento encuentra la literatura?
La descubrí en el Perú, en San Marcos, donde fui a estudiar Derecho, pero también Letras. Ingresar a San Marcos fue entrar al Perú, porque realmente yo había vivido en un mundo prácticamente en inglés. Mi familia era de origen escocés. Yo había sido educado en un internado inglés fuera de Lima, muy aislado.
¿Esos años de internado fueron tortuosos?
Los recuerdo como una maravilla. En realidad, ahí descubro mi vocación de escritor. Un profesor me dijo que yo era un narrador nato y me lo tomé muy en serio. Empecé a escribir poemas, pero pésimo. El tiempo me llevó hasta las páginas en blanco.
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¿Y por qué estudió Derecho?
Para darle gusto a mi padre. Jamás se le ocurría que un hijo le iba a salir literato. Esas eran cojudeces para él.
¿Cuando le contó que sería escritor qué pasó?
Si no me mató fue por... (risas). Le di un gran disgusto. La reconciliación no vino hasta que me fui a Francia. Me escribió una carta y me dijo: “he comprendido que una persona no necesita ser igual a la otra y lo único que te digo es que sigas tu camino, pero siempre hacia arriba”. Fue un desencanto para él, porque tenía a mi hermano mayor enfermo, el segundo un gran vago y yo venía a ser un poco la salvación.
¿'Huerto cerrado', su primer libro y que tiene más de medio siglo, se empezó a escribir en ese techo de París?
Sí y después lo continué en Italia, en la ciudad de Perugia.
¿Inicialmente no lo pensó como una novela?
Es casi una novela porque los cuentos se van contando según las edades de Manolo. Además, le puse un título fatal: ‘El camino es así’. Parecía un predicador. Cuando estuve en París, conocí a Julio Ramón Ribeyro. Le enseñé estos cuentos y me dijo que todo estaba muy bien menos el título, que es “una porquería. Te la das de profeta. Cambia ese título”. Le pedí que él lo cambie: “ayúdame”. Respondió: “Mira, esto como que no tiene una salida, es un mundo cerrado. Hortus conclusus”, me lo dijo en latín. Y en 'Huerto cerrado' hay un germen que facilita la escritura de 'Un mundo para Julius' (1970). El cuento “Con Jimmy en Paracas” es el paso a 'Un mundo para Julius'.
¿'Un mundo para Julius' también se comenzó a escribir en la azotea parisina?
Sí, algo. En Perugia terminé el primer libro, pero al volver a París me lo robaron. Tuve que arrancar de nuevo con 'Huerto cerrado' (1968), porque ya lo tenía terminado.
¿Cómo se reescribe todo?
Nunca se reescribe. Vuelve a brotar algo. Estuve golpeado por el robo, pero, con el tiempo, a lo mejor fue bueno que lo perdiera.
¿Cree en el destino?
Creo en el consuelo (sonríe). Y me volvió a pasar con 'Tantas veces Pedro' (1977), que me lo robaron yendo a España, a la isla de Menorca, donde escribí esa novela, que podría decir que fue mi favorita. Me encerraba en un departamento alquilado y venía la paliza literaria que me pegaba. Escribir, escribir y escribir y por las noches salía, indudablemente, con hambre, y entraba al único bar que había en ese pueblo. Me sentaba en una silla, parece que lo hacía torpemente. Escoger una silla me costaba trabajo. Estaba en otro mundo. Un día, cuando salía del bar, el dueño me dijo: “Es usted el cliente más raro que he tenido. Llega borracho, toma copas y se va sobrio” (risas).
¿Pero y cómo se produjo ese robo?
Recuerdo muy bien que al subir a un tren, vi unas maletas preciosas, cojonudas, eran las maletas más lindas que había visto en mi vida. Puse la mía y no sé cómo se tiraron la mía y no las maravillosas maletas que yo mismo me hubiese robado (risas)... Me acabo de acordar del ladrón del techo de París. Una vez llegó una noche borracho, vomitó en el único baño que había –uno turco– y que tenía un orificio en el suelo para cagar. Se le escapó un diente de oro. Todos tuvimos que meter la mano al orificio y encontramos el diente. Todo el oro que tenía en su vida era el diente.
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¿Qué es oro en la vida de Bryce?
La literatura lo ha sido siempre. Ojalá no se pierda del todo. Y creo que he escrito todo lo que tenía que escribir.
¿Y por qué ahora pide permiso para irse?
Es una forma de decir ‘no me culpen’. Me voy, chau, punto.
¿Lo tendríamos que culpar de algo?
Yo creo que no. Salvo que haya escrito libros malos y por esos me disculparé toda la vida. Pero no creo que tenga que hacerlo, felizmente.
¿Su balance personal de 80 años de vida qué le dice?
Que he llevado mi vida a buen puerto, a través de muchas épocas realmente buenas y muy malas también. Pero siempre fui un profesor universitario de mucho éxito en Francia y lo hice hasta que me di cuenta de que ya podía vivir de mis libros. Entonces, dejé la universidad y me fui a vivir a España, solamente a escribir, sobre todo que yo había pasado momentos muy difíciles al final de mi vida solitaria, las depresiones que he tenido. En Montpellier tuve que internarme en una clínica por el insomnio que tuve, no dormía jamás. Llevé un tratamiento muy duro. Los días que no iba a clase porque estaba en el hospital, me subía tremendamente la presión. Al final, iba a dictar clase en una ambulancia y con una enfermera a lado.
Depresión que tendría que ver con la soledad.
Indudablemente y algo que cuento en las Antimemorias 3: la muerte de mi compañera en un accidente de automóvil. Estábamos muy enamorados y planeábamos tener hijos. Fue la única vez en mi vida que yo hubiera podido tener hijos. En el auto que yo manejaba nos estrellamos y ella murió. Me di cuenta de que nunca más volvería a tener una relación así con una mujer.
¿Las acusaciones de plagio en artículos periodísticos lo deprimieron también?
No. En lo absoluto. Busqué un abogado y la Fiscalía que se ocupó del caso me absolvió y archivó definitivamente el expediente.
Comenzando Antimemorias 3 incluye el epitafio de Stendhal: “Escribió, amó, vivió...”. ¿Cómo quisiera ser recordado?
A través de ese epitafio. Resume lo que he vivido.
¿A los 80 años cómo se ve el fin de una vida?
Pidiendo permiso para retirarse.
¿Y si no le damos permiso?
Tendré que pegarme un tiro (y sonríe, travieso, casi como si hubiera puesto el toque final a una de sus entrañables novelas).
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AUTOFICHA:

“Nací en el Centro de Lima, donde también he vivido hasta más o menos los 11 años de edad. Estudié Derecho y Letras en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Me gradué de abogado y como doctor en Literatura, con una tesis de bachiller sobre Hemingway e hice el doctorado en Francia”.

“Últimamente leo poco, pero estoy leyendo la novela de Alonso Cueto: 'La Perricholi', excelente novela, me gusta mucho. Además, hay que leer los cuentos de Ernest Hemingway, a quien lo descubrí cuando entré a San Marcos y tuvo mucha influencia en mí”.

“Stendhal es mi escritor favorito, es un genio. Tiene dos grandes novelas: 'Rojo y negro' y 'La cartuja de Parma', que es mi favorita. Es un gran inventor del mundo. Él nació en una horrible ciudad de Francia, en los Alpes. Detestó su ciudad siempre y terminó viviendo en Milán, donde escribió toda su obra”.