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Décimo capítulo de ‘Ella’, la novela de Pablo Cermeño

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ELLA
Pablo Cermeño
Solo habían pasado algunos meses desde que Soluciones Tecnológicas Rospigliosi empezó a funcionar cuando tres señores de terno oscuro, cuyos pasos decididos resonaban como tambores de guerra, llegaron furiosos en busca de Carla. En ese momento, ella se encontraba en la sala de reuniones con Mary Santibáñez, su extraordinaria secretaria y brazo derecho. Debido a la mala seguridad de ese antiguo edificio, los misteriosos personajes llegaron a la oficina sin ser anunciados. Nadie se percató de ellos hasta que estuvieron frente a la sala de reuniones y los ojos de Carla se encontraron con los suyos, a través del vidrio templado de la sala.
–Entonces, ¿estás de acuerdo? –preguntó Mary, quien tenía la mirada puesta en unas propuestas y todavía no se percataba de nada.
Carla no le respondió, ni siquiera la había escuchado. Una sensación de frío se había apoderado de ella, paralizándola. Sabía perfectamente a qué habían ido esas personas. Lo tenía claro.
–¿Carla? –siguió Mary, justo antes de mirar hacia donde apuntaban los ojos de su jefa.
Si Carla había sido sorprendida con la presencia de los señores, Mary, que también tenía claro el porqué de la inesperada visita, estaba asustada. De modo automático, se puso de pie y su cuerpo adoptó una posición de defensa, retrocediendo y escudándose detrás de Carla, que se mantenía estoica en su silla. Los señores abrieron la puerta con fuerza.
–¿Pensaste que nunca me daría cuenta? –gritó el primero en entrar.
Mary se estremeció con su alarido. Carla solo lo siguió con la cabeza, mientras este señor de casi 60 años, de bigote, se posicionaba al frente de ella, con los puños sobre la mesa. Flanqueado por los otros dos, más jóvenes que él.
–¿Pensaste que te podías robar a mis clientes sin que eso tuviera consecuencias? –continuó.
Carla dio una rápida mirada a los dos hombres que acompañaban al furioso señor y volvió a él.
–Jorge, ellos siempre fueron mis clientes –alcanzó a decir ella, antes de ser interrumpida por el fuerte golpe del señor sobre la mesa.
Mary dio un salto, del susto.
–¡Tú estabas trabajando para mí! ¡Eran mis clientes! –gritó él.
Carla no se dejó amilanar y también levantó la voz:
–¡Pero no los habrías tenido si no fuera por mí! ¡Ellos me buscaron a mí!
Los ojos de Jorge parecían querer salírsele de ese rostro rubicundo:
–¡Eres una maldita malagradecida! ¡Yo te di trabajo!
Afuera, todos miraban asustados. Carla, en cambio, parecía fortalecerse con cada palabra que salía de la boca de Jorge:
–¡Siempre te agradecí por ese trabajo! ¡Pero eso no te da derecho a venir a mi oficina a tratarme de esta manera!
Jorge se detuvo durante apenas pocos segundos, sin poder creer lo que estaba escuchando. Se tomó el rostro con una mano e intentó calmarse.
–¿Acaso no te das cuenta de lo que me has hecho? –dijo él–. ¿No te das cuenta de que eso está mal? ¿No te das cuenta de que me has robado?
Carla se puso de pie, indignada. Y fue levantando el tono de su voz mientras le respondía:
–¿Cómo te atreves a decir que te he robado? Todos estos años he trabajado para ti como una esclava. Te he dado mi tiempo, te he dado mi juventud, te he dado mi vida. Ahora tienes una empresa próspera.
–¿Eso qué tiene que ver con el hecho de que te has robado a mis mejores clientes? –respondió él.
Esta vez, fue Carla quien golpeó la mesa:
–Y sigues con lo mismo. Eres un malagradecido, ¿sabes? Tu empresa no estaría donde está si no fuera por mí. Tú no estarías donde estás si no fuera por mí.
Habría podido entrar una mosca en la boca de Jorge, incluso posarse sobre alguno de sus molares y descansar, pues su asombro era tal que había olvidado cerrarla.
–No es mi culpa que te hayas quedado en el pasado –siguió ella–. No es mi culpa que tu fabulosa empresa no haya podido seguir sin mí. De hecho, es tu culpa. Tuviste todos estos años para aprender. Así que no me vengas a llorar ahorita porque no sabes gestionar tu propia empresa.
Mary tampoco podía creer lo que estaba viendo.
–Verdaderamente eres una perra, ¿no? –dijo él–. No sé si tú misma crees una sola palabra de lo que dices. Pero conmigo te has metido en un gran problema. Yo te hice lo que eres y yo puedo destruirte.
Carla, segura de sí misma, vio la hora en su reloj y luego le dirigió una mirada despreocupada a Jorge:
–¿Ya? ¿Terminaste? Tengo una reunión de trabajo con mi equipo. Entenderás que estamos llenos de clientes y no tenemos tiempo para estar perdiéndolo contigo.
Jorge se acomodó el saco, se abotonó el primer botón y vio a los ojos de Mary, por primera vez en toda la reunión. Sonrió y soltó unas palabras para Carla, antes de caminar en dirección a la puerta:
–Luego, no digas que no te lo advertí.
–¿Crees que tus abogados me van a asustar? –dijo Carla, refiriéndose a los dos hombres que estaban con él.
Jorge se detuvo y volteó hacia ella:
–Oh, no. Ellos no son mis abogados, Carla. Pero sí deberías temerles.
Carla esperó a que los tres salieran de la oficina, para dejarse caer sobre su asiento y soltar unas lágrimas. Estaba temblando. Mary la abrazó.
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