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Duodécimo capítulo de ‘A un lugar que ya no existe’, la novela de Julio Durán

Julio Durán ha publicado la novela ‘Incendiar la ciudad’ (2002) y los libros de cuentos ‘La forma del mal’ (2010) y ‘¿Y quién eres tú para juzgarme?’ (2017).

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En aquel momento, como otras veces, mi mente intentó evadirse de lo que sucedía frente a mí. Repentinamente, como si me desdoblara, como si estuviera viviendo dos vidas distintas en dos mundos aparte al mismo tiempo, esa escena irrelevante me conectó con un momento inconexo del barrio: escuchar y ver a los maleantes imponiéndose en el territorio me hizo pensar en aquellos dos ancianos que vendían revistas y caramelos en la avenida Huaraz. Como la antena de radio que había desaparecido, como la música del vecino de mi madre. Supongo que esa era la reacción que se activó en mi mapa sensorial. Mientras los maleantes escupían y reían escandalosamente, vino a mi mente la imagen de aquella desvencijada carretilla a la que ya nadie se acercaba a comprar, junto a la que alguna vez me detuve para tocar su madera seca, desgastada, desde donde observé a los ancianos callados, a la espera de que yo preguntara el precio de algo de lo que vendían. Ella era bajita y encorvada, él era alto y tenía una mirada fría, desconfiada, nunca lo vi sonreír. Perico, Pacheco y yo nos acercábamos a su carretilla, ubicada en la esquina de la avenida y la calle Orbegoso, mirábamos sus revistas antiguas, ninguna nos llamaba la atención, yo me preguntaba si ellos eran conscientes de que nadie compraría revistas de moda y costura tan viejas, pues lo que vendían otros kioscos eran álbumes de cromos, revistas de calatas y política. Nadie les compraría, ni sus revistas ni sus caramelos baratos ni sus galletas Margarita y Soda San Jorge, pues a unos pasos cualquier bodega podía vendernos incluso chocolates importados de Argentina, chicles Bubbaloo, caramelos Tic Tac. Pienso ahora que se instalaron en mi imaginación como símbolo del futuro, como lo inevitable, lo que no se podía esconder, la vejez, la pobreza, el deterioro. Ya en ese entonces me preguntaba qué hacían ambos al llegar a su casa luego de pasarse el día sin vender nada. Creo que cuando vi a los maleantes riendo y portándose como dueños de la calle, recordé a los ancianos porque su vulnerabilidad se me había metido en el cuerpo, porque los sentí condenados a desaparecer ante la ferocidad de un mundo que les iba arrebatando sus medios de subsistencia: en los últimos años, los ancianos perdieron la carretilla y empezaron a salir a la calle con una pequeña caja de cartón en la que metían revistas y colocaban algunas bolsas de galletas, cigarrillos y chicles, junto con una silla de plástico en la que se sentaba ella, mientras él se mantenía de pie a su lado.
Veo y escucho a esos chicos y se instala en mí una nueva forma, un nuevo tiempo. La firmeza de la vereda se transforma, no es la misma de mi infancia. El recuerdo de los ancianos, sus rostros esquivos cuando los miraba al pasar, sus presencias difuminadas, sus vestimentas anticuadas, sus desvencijadas revistas y sus insulsas golosinas, incapaces de despertar interés, todo se diluye y se concreta a la vez como algo permanente, como un momento que estará siempre empujando este presente, resolviéndose en él al ser devorado por la ciudad. Así, ahora, frente a la esquina donde los ancianos colocaban su carretilla, hay un local de préstamos informales, una financiera mexicana que se dedicaba al micro-crédito, en la entrada de un centro comercial.
Uno de los chiquillos ha lanzado la petaca vacía al centro de la calle, Drilo ríe al escuchar el estallido de la botella contra el suelo. No seas alharaco, causa. Su cuerpo se agita con la risa.
Decido alejarme. Me despido de Perico y de Don Marcial, le digo que le avisaré cuando mi madre regrese. Pero ante él soy transparente, el viejo lee los gestos, respira mi temblor imperceptible.
—¿Qué vamos a hacer sin tu viejita? —un vínculo inmediato entre su pregunta y el papel amarillo que apareció en mi casa me sacude de repente; otra conexión inexplicable, otra señal de un orden que no alcanzo a comprender, como si mi angustia interior se tradujera finalmente en una amenaza invisible pero real.

III

Nunca fuimos libres, estuvimos siempre atados a aquel día en que mi abuelo se marchó. Cuando entraste en la casa que compraron tú y mi padre, entrabas a la casa en donde vivía el fantasma de mi abuelo ausente. Sumergidos y aletargados por la ilusión de un futuro, avanzamos por la vida pensando que vivíamos, sin darnos cuenta de que solo consumábamos el ritual de volver. En el barrio, que para mí era un paraíso salvaje de la niñez, en aquella escuela técnica a la que me llevabas de niño, donde eras maestra y yo era una extensión de ti, aquellos ambientes en los que mis sentidos se volvieron sólidos, donde tu palabra definía el mundo. En todas partes, siempre volvíamos a aquel día y aquel lugar.
Es de noche, apago las luces y recorro la sala en silencio, los objetos que componen nuestra cotidianidad arrojan su concreta luz, algunos de ellos tienen algo de ti.
Arreglos florales baratos, la mesita para el inevitable televisor que continúa estando sobre el mantel que decoraste con pequeños bordados de rosas azules. La suavidad de los cojines de nuestro sofá que tú misma escogiste, el forro terso que los cubre. Alguna rotura en la tela de nuestras cortinas que no remendaste por cansancio. Todo conlleva tu acción y tu ausencia sobre sí. Cosas que no estaban con nosotros hace unos años. ¿Cuándo llegaron? ¿Por qué me tocan tanto ahora?
Objetos cuyas texturas y cuya solidez reinan sobre los sentidos, hoy tienen gracias a tu ausencia una nueva forma de existir. Tu voz está en ellas, las habrías nombrado si hubieras tenido que decir algo sobre nosotros, sobre la casa, sobre el quehacer. Voy hacia el comedor y, mientras avanzo, siento que se va volviendo parte de mi memoria, que ya nunca más lo veré igual después de ingresar en él.
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