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Octavo capítulo de ‘Ella’, la novela de Pablo Cermeño

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ELLA
Pablo Cermeño
Carla Rospigliosi decidió celebrar la fundación de su empresa de innovación tecnológica en un bar de Barranco, cerca de su apartamento. Luciano del Carpio, su esposo, estaba allí con ella. También habían ido sus amigos más cercanos: Camila y su esposo Sebastián, Andrea y su enamorado Daniel y los siempre solteros, Rodrigo y Alexandra. Esta fue una de las últimas veces que estuvieron todos juntos. Luego de ese día, Carla se iría alejando más y más, conforme su emprendimiento despegaba.
Todos estaban felices por ella, sabían lo mucho que se había esforzado para llegar adonde estaba.
–¡Por Carla! –brindó su gran amiga Camila–. Estamos muy orgullosos de ti.
Cada uno dedicó unas palabras a Carla y, luego de eso, las bebidas cargadas de alcohol no pararon de llegar. Se acomodaron de una manera en que las chicas estaban hacia un lado de la mesa y los chicos del otro. Carla les estaba contando los pormenores de lo que significaba poner una empresa. Camila estaba muy interesada; en algún momento había pensado también en poner su propia empresa de márquetin. Andrea y Alexandra solo tenían ganas de celebrar y qué mejor que celebrar por su amiga. Siguieron conversando hasta que sonó una canción de los noventa, que las hizo salir a bailar. Los chicos, por su lado, decidieron seguir bebiendo.
–Una genia la Carlita –dijo Daniel.
Los otros chicos no solo estuvieron de acuerdo, sino que aprovecharon para contar anécdotas en las que había quedado claro lo hábil que era ella. Luciano, orgulloso, los escuchaba y agregaba sus propios elogios. Él era testigo de esa fuerza sobrenatural que se apoderaba de Carla cuando perseguía algo. Estaba muy feliz, como si estuvieran celebrándolo a él.
–Gracias, chicos –exclamó Luciano, levantando su vaso de ron–. Carla y yo estamos muy felices de que estén acá, celebrando con nosotros.
Chocaron las copas y siguieron.
–¿Y tú cómo vas, hermano? –preguntó Sebastián.
Todo habría estado perfecto para Luciano, si es que no le hubieran hecho esa pregunta. Sintió que había sido bajado de las nubes y puesto de vuelta en esa realidad en la que aún no despegaba. De pronto, la euforia del alcohol se había evaporado. Y esa sonrisa, que traía dibujada, ya no tenía sustento, sino que se iba apagando desde el interior de su corazón.
–Sí, ¿cómo va la novela?  –agregó Rodrigo.
Los chicos quedaron viéndolo, esperando una respuesta. Pero ni siquiera había un intento suyo por ensayar alguna. Los segundos pasaron, particularmente lentos, en la cabeza de Luciano, sintiéndose cada vez más y más pequeño que sus amigos, hasta que por fin pudo responder:
–Bien. Todo Perfecto.
–¡Grande, poeta! –celebró Sebastián.
Terminaron sus tragos y se levantaron en busca de más alcohol. Las chicas seguían bailando. En la barra atendía Carolina, una hermosa pelirroja cuyo escote dejaba ver un sensual tatuaje de corazón, entre sus abultados senos. Frente a ella, los chicos olvidaron por qué se habían acercado hacia allá. No hacía falta que Carolina fuera adiestrada en telepatía para saber dónde se había quedado la mente de los cuatro jóvenes que estaban delante de ella y sin poder decir ni una sola palabra. Sus ojos los delataban.
–“Estas” no están en la carta, chicos –dijo Carolina, mirándose los senos, mientras terminaba de secar unos vasos.
Los cuatro reaccionaron a la vez, avergonzados. Pero el primero en responder fue Sebastián.
–No, disculpa a mis amigos. Ellos no saben tomar. Es que estamos celebrando.
–¿Y qué están celebrando? –respondió Carolina, con una sonrisa que enamoró a los cuatro.
Sebastián tomó a Luciano por el cuello y se abrazó de él, orgulloso.
–Estamos celebrando a mi amigo Luciano, que es escritor –siguió.
Todo ese envanecimiento suyo, que normalmente aflora en él cuando se muestra como novelista, se había extraviado ante la mirada de la bella pelirroja.
–¿Escritor? Guau –dijo ella, dejando los vasos a un costado–. ¿Qué has escrito que pueda haber leído?
Luciano no supo qué responder. Él aún no había publicado nada. Ni siquiera le estaba yendo bien con la novela que venía escribiendo. Se sintió incómodo. En ese momento, pensó que –él mismo– jamás llamaría escritor a alguien que se encontrara en su situación. A duras penas, era un mal intento de eso. Se sintió ridículo. La lengua se le trabó y no pudo contestar. Gracias al cielo, su elocuente amigo Sebastián, sin querer, salió al rescate.
–¡Está escribiendo una novela increíble! No te imaginas.
–Ah, ¿sí? –dijo la pelirroja, todavía con sus bellos ojos sobre Luciano.
Luciano soltó una carcajada un tanto falsa y asintió con la cabeza, aprovechando el momento para dejar de mirarla. Se sintió un fracasado.
–Cuando la termines, ven otra vez y te invito un trago de lo que quieras –siguió ella, mostrando su interés en él–. Me encantaría leerla.
Esas palabras llegaron hasta el interior de Luciano. No a su corazón, sino a su vanidad, encendiéndola otra vez. Levantó la cabeza, seguro de sí mismo, le sonrió y le dijo:
–Ten por seguro que lo haré.
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