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Ortega, el dictador que le teme a la lengua
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Por Paul Montjoy Forti
El año pasado un grupo de 136 escritores y agentes de la cultura peruana, entre los que se encontraban nombres destacados como Alfredo Bryce Echenique, Carmen Ollé, Fernando Ampuero, Christiane Félip Vidal, Katya Adaui, Juan Carlos Cortázar, firmamos un manifiesto en contra de las acciones del gobierno de Ortega-Murillo (la primera dama Rosario Murillo es la actual vicepresidenta) en contra del escritor nicaragüense Sergio Ramírez, premio Cervantes 2017, a quien impuso una orden de detención y el allanamiento de su casa.
¿El motivo? Manifestarse en diversas ocasiones en contra del gobierno de su país y publicar la novela Tongolele no sabía bailar, un libro que desnuda las violaciones de derechos humanos por parte del gobierno de Nicaragua, que impidió su distribución en el país reteniendo los libros en la aduana hasta el día de hoy. Pero Ramírez no es cualquiera, fue vicepresidente del primer gobierno de Ortega entre 1985 y 1990, antes de que empiece la descomposición de la democracia nicaragüense. Tal como ocurrió con Plata como cancha en nuestro país, el intento de censura terminó por promover la novela de Ramírez convirtiéndola en uno de los libros más vendidos de ese año.
En los últimos días hemos sido sorprendidos con la noticia de que el régimen Ortega-Murillo, con votos de los diputados sandinistas, retiró la condición jurídica de 83 sociedades civiles, entre ellas la Academia Nicaragüense de la Lengua, de la que son miembros Francisco de Asís, Gioconda Belli y el mismo Ramírez, por considerarla “un agente extranjero”. La Academia Nicaragüense fue fundada en 1928 y desde entonces ha tenido una intensa labor de difusión de la cultura y las letras de dicho país. El académico Francisco Javier Pérez, secretario general de la Asociación de Academias de la Lengua Española ha manifestado en una entrevista para el diario El mundo que Ortega está repitiendo las fórmulas de otras dictaduras del continente como Cuba y Venezuela que cerraron universidades e instituciones culturales opositoras al régimen. El de Ortega es un régimen que quiere controlarlo todo: la política, la vida social, la cultura y, cómo no, el paisaje (como es el caso de los árboles metálicos que pusieron en las avenidas de Managua para sustituir árboles reales, por antojo de Rosario Murillo).
Es enigmático el caso de Nicaragua porque es un país cuya actividad literaria ha tenido siempre un lugar preponderante e influyente dentro de la vida política y social. No es coincidencia que Rubén Darío haya ejercido de diplomático, que Ernesto Cardenal haya sido ministro de cultura o que el mismo Ramírez haya sido vicepresidente de la nación. Ha sido siempre Nicaragua un país muy respetuoso con los creadores literarios. Incluso, un terrible dictador y violador de derechos humanos como Somoza dejó entrar al país al poeta español de izquierdas Rafael Alberti, a pesar de ser ideológicamente contrario, porque “respetaba a la poesía”.
Ortega no solo ha reprimido las libertades de los nicaragüenses, no solo comete constantes violaciones de derechos humanos que ha ocasionado la existencia de más de 100.000 exiliados, no solo tiene a los opositores políticos en las cárceles, no solo le ha quitado a la población el sueño de una revolución social real, sino que además arremete contra lo único que les queda: la lengua y la cultura. Ya se conoce el miedo de los dictadores a la libertad de pensamiento que abraza la literatura, no es el primero en aplicar el veto en contra de los libros. Sin embargo, el tiempo siempre ha vencido a todos los censuradores.
“La democracia debe guardarse de dos excesos: el espíritu de desigualdad, que la conduce a la aristocracia, y el espíritu de igualdad extrema, que la conduce al despotismo”, dijo Montesquieu. Las democracias no mueren de la noche a la mañana, se pudren lentamente en nuestras narices. La libertad de prensa y de expresión, las libertades políticas y económicas, la separación de los poderes del Estado, el respeto por las instituciones republicanas y culturales, son pilares fundamentales para la sobrevivencia del sistema democrático. Lo que le ha pasado a Nicaragua es un espejo en el que podría verse reflejado cualquier otro país de América Latina, incluyendo el nuestro.
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