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Quinto capítulo de Una pelota en el camposanto, la novela de Juan Manuel Chávez

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El “Prosa” Tapia era un notable arquero, pero un penal bien pateado es inatajable; y, sobre todo, si lo ejecutan instantes después de lo reglamentario. Aturdido como me sentía, permití que el “Taruca” disparara cuando ya era evidente que el “Prosa” reclinaba el cuerpo a un lado para custodiar el parante izquierdo; midió la inclinación de su rival y envió la pelota a la derecha del arquero. El delantero más curtido del partido corrió como un jovenzuelo para celebrar su gol, y yo lo di por válido. Uno a cero.
En ese instante, en que convivían el júbilo y la indignación, la corta e inmaculada trayectoria del réferi Chuquipoma se vino abajo; y también enfiló abajo una turba de contrariados. El hermoso tapiz, verde y bien cuidado, fue invadido por los hinchas de Micunapampa, que exigían la anulación del penal.
No continuamos con el encuentro porque un grupo vino contra mí, otros rodearon al “Prosa” y muchísimos persiguieron al “Taruca”. En ese rato vi a mi padre, que corrió a defenderme. Igual me noquearon y quedé inconsciente, hasta me oriné en el uniforme de árbitro y perdí el silbato. Llegué a declarar el gol pero no el final del partido; solo recuerdo semblantes cada vez más furiosos y sangre.
En la posta médica de Micunapampa, uno de los vocales de la Junta Organizadora me informó que el encuentro se suspendía hasta nuevo aviso. Permanecería uno a cero, como lo había dejado, aunque yo no tenía autorización de arbitrar los diecisiete minutos que quedaban por delante. “Se jugará en cancha neutral… todo neutral”, me dijo al despedirse. No me hizo gracia el énfasis de sus palabras.
Me fui al caserío la mañana siguiente, recluido ahí como una papa bajo la tierra.
Lo que ocurrió días después llegó a mí como un chismorreo que parecía demasiado indulgente conmigo para ser cierto y suficientemente rabioso para ajustarse a la verdad. Casi nadie pudo explicarme bien por qué intervino mi viejo en una situación que solo terminaba en muerte y casi todos me detallaron la historia de Yuriana.
Había transcurrido una semana desde la final, cuando un grupo de encapuchados entró al pueblo. A gritos, mandaron a la gente hacia el campo de fútbol como quien arrea las ovejas. Varios coinciden en que era el mediodía, por el brillo directo del sol y el hambre que sentían antes del almuerzo. El jefe de los invasores, un tipo grueso y con la ropa gastada, reclamó a la población por la falta de apoyo a su lucha armada. Recordó que semanas atrás había mandado un par de emisarios al pueblo para solicitar ganado y comida; sin embargo, nadie les tendió la mano. Ahora, él estaba ahí para llevarse los bienes y cobrarse algunas vidas.
Hicieron una fila con las autoridades, de la máxima al rango medio. Cuando iba a dar la orden de disparar, señaló que no toleraría protestas ni escándalos. “Sabemos que en Micunapampa se agarran a patadas por las cojudeces de un juego, pero yo voy en serio”.
Los vecinos creen que mi viejo sintió que las palabras del jefe eran más que un ataque burlón a los disparates del pueblo; algunos allegados piensan que recibió esa advertencia como una mención vil e injusta al desempeño del réferi en la final. Lo tomó personal.
Él se puso a reclamar mientras los cuerpos eran abatidos por los encapuchados. Cuando la mayoría se rendía estupefacta y su mejor amigo le dio un codazo para que se callara, él siguió protestando por su hijo, por su alcalde y los regidores, por el lugar donde consiguió algo de progreso y una casa abrigada para seguir apoyando a su hogar. El jefe mandó que lo cogieran entre cinco y lo llevaron al centro de las personas muertas.
A pesar de que a mi padre le rompían la cara a golpes, no se callaba. Ya nadie recuerda lo que decía, solo que escupía frases. Yuriana salió al frente cuando comprendió que, además de la paliza, a mi viejo le iban a disparar.
La madre de Yuri no me echó la culpa por lo sucedido, pero en su relato de los hechos midió tanto sus expresiones que pude entrever lo que ya suponía: su niñita intervino en favor de mi padre porque era mi padre, el viejo de la persona a quien admiraba y, quizá, quería.
Ella rogó de rodillas por la vida de ese hombre callado y severo que me sacó de un caserío a tres horas en mula para estudiar y seguir estudiando. A pesar de las súplicas, igual lo acribillaron a él; y, sin tocarle un pelo a Yuri, también descargaron las balas sobre su pecho.
Los vecinos me contaron, horrorizados, que la mataron sin deslizar una mínima advertencia, como quien acaba con una mosca estridente de un manotazo. Sin embargo, todos están de acuerdo en que la insania de ese asesinato también horrorizó a los encapuchados. La niña estaba vestida con tonos claros y su ropa quedó tintada por la sangre de su cuerpo, que yacía tumbado sobre el tapiz verde del campo de fútbol. Esa imagen paralizó a todos, aunque no al jefe. De un gritó sacudió a su gente e indicó que se marchaban.
Así fue el comienzo del fin de Micunapampa.
Yo me enteré de las historias desde el caserío y las confirmé cuando estuve en el pueblo. Mi madre quedó tan afectada por lo que se contaba y angustiada por el estado en que estarían los restos de su esposo, que rogó permanecer con su luto en la casa. Cuando llegué a Micunapampa, me recibieron con abrazos y lamentaciones. Nuestros vecinos me guiaron hasta la casa comunal donde me entregaron el cuerpo de mi padre, cosido con dificultades y limpio. El traje que llevaba le quedaba grande, se veía solemne. Mientras terminaba con los trámites para trasladarlo conmigo, fui a contemplar a Yuriana en el ataúd blanco con que la velaban en su propio cuarto. Allí me habló su familia con una piedad que apaciguó mi consciencia y nos acompañamos en el dolor.
Nadie estaba para acordarse del partido, ni recibí quejas o reclamos. Nadie estaba para imaginar un nuevo encuentro por ganar el campeonato; menos aún, con ánimos de utilizar otra vez el campo de fútbol como un sitio para celebrar el deporte. Ahora era el camposanto donde se acribilló a las personas que queríamos.
* * *