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He cambiado los nombres de esta historia. He escondido a sus actores y sus escenarios bajo etiquetas falsas. Porque no quiero despertar su ira. He visto lo que son capaces de hacer.
De hecho, ni siquiera pretendo lastimar a esas personas. No me corresponde ese papel. Solo me interesa poner orden en estos recuerdos, quitármelos de encima, aunque sea disfrazados bajo nombres falsos. Tengo que descargar de mi memoria todo lo que ahora sé. Y quizá la única forma de contar los hechos verdaderos sea salpicarlos de palabras de mentira.
Tampoco puedo decir que sea una historia, en el sentido estricto del término. Es un entramado de relatos, un caos de narraciones que se puede empezar a contar por miles de puntos, desde los ojos de muchas personas, y que desde cada perspectiva, dibuja un mundo diferente.
Pero yo solo puedo hablar por mí.
Los demás tendrán que encontrar sus propias voces.
Aquí cada quién se salva como puede.
Mi participación en todo esto empezó con una llamada. Una voz de otro lugar —de otro mundo— que irrumpía en la cena. O quizá, una del pasado, que nos tocaba el hombro con un dedo gélido.
Incluso antes de saber quién llamaba, el teléfono de papá sonó histérico. Como una alarma antibombas. Como deben de sonar los aviones cuando les explota un motor en el aire y siguen volando, sostenidos por la inercia, sin entender que ya han comenzado a caer.
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Hasta ese momento, el vuelo había sido confortable. Mi vida había transcurrido con la velocidad de un crucero, sin turbulencias ni mareos. De hecho, esa misma era una gran noche. O debía serlo. Al fin y al cabo, en nuestra familia, todo ocurría siempre sin sobresaltos, según el plan.
Mi única rebelión había sido hacer una pausa al terminar el colegio. Quería decidir mi vocación con calma y no había corrido a una universidad. Me había empleado en una carpintería y luego como mensajero, incluso una temporada como camarero de un bar. Pero al final, había vuelto al plan original. La libertad que había imaginado trabajando en esos pequeños puestos se parecía más bien a la explotación y la sobrecarga de trabajo. Admití que había sido un ingenuo. Acepté ingresar en una universidad. La noche en que empezó esta historia, mis padres y yo celebrábamos en Grimaldi’s, nuestra pizzería favorita de Brooklyn, que yo regresaba al rebaño de las ovejas blancas.
No solo festejábamos mi intención de estudiar una carrera. Ya teníamos claro que podría hacerla. Me habían aceptado en la universidad de Clarks Summit de Pennsylvania, un centro bautista. Por supuesto, habríamos preferido una universidad católica, como Sacred Heart, en Connecticut. Y de ser posible, una más cercana a casa, como el Manhattan College. De hecho, seguíamos esperando una respuesta de ellas. Pero no nos hacíamos muchas ilusiones: la admisión y el crédito universitario en esas instituciones eran difíciles. Además, Clarks Summit estaba bastante bien. Y lo suficientemente cerca de mis padres.
Yo no quería alejarme de mis padres. Nunca lo había hecho. Es irónico recordarlo, considerando lo que ocurriría después.
Ellos tampoco querían alejarse. De hecho, esa noche, papá no dejaba de consultar el gps calculando distancias y tiempos entre mi nueva vida y la de siempre.
—Tres horas y media —decía, enseñando el teléfono—. Podemos salir de aquí cualquier día después de almorzar y plantarnos en Scranton antes de que anochezca. ¡O puedes venir cada viernes y pasar el fin de semana en casa! Mamá se reía. Su risa era del mismo color traslúcido que su chardonnay.
—Tienes que dejar respirar a tu hijo. ¡Ya es grande! Querrá hacer sus propios planes. ¿Verdad, Jimmy?
Grande. Yo estaba bebiendo una Dr. Pepper y comiendo una pizza llena de jamón. Odiaba las verduras y veía películas de superhéroes. Mi favorito era Iron Man. Practicaba fútbol. Solo me había emborrachado una vez, por error de cálculo, en el cumpleaños de un amigo. Y nunca había tenido una novia.
No. Creo que no era grande. No sé si lo soy ahora.
—Sí, mamá.
—¿Sabes lo que tienen en Clark Summit? —se- guía mi padre, que bebía una cerveza—. Estudios de negocios con enfoque bíblico. Me gusta eso.
—¡Negocios con enfoque bíblico! —Reía mamá, y ahora sospecho que quizá estuviese un poco borracha. A veces, se lo permitía, sin excesos, solo como una pequeña forma de festejo controlado—.
¿Crees que es buena idea? Si Jimmy piensa demasiado en la espiritualidad, no hará buenos negocios...
Papá se puso serio, como se ponía siempre que hablaba de las dos cosas: la religión y los rendimientos del capital.
—No quiero que nuestro hijo vaya por el mundo pensando que lo único importante es el dinero.
—Y luego se forzó a volverse hacia mí. Aún le costaba hablar de mí mirándome, como se hace con los adultos. Aún me consideraba un niño, al menos en parte—. No se trata de que te mueras de hambre, Jimmy. Pero hay cosas más importantes que las ganancias. ¿Ya?
Hablábamos siempre en inglés, pero mi padre conservaba esa muletilla peruana: ¿Ya?
El resto de su pasado yacía abandonado en algún cajón polvoriento. O en una tumba. Nunca hablaba de él.
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Hasta la noche del Grimaldi’s, yo no había reparado en ese silencio. O quizá lo había atribuido a sus ganas de ser un verdadero estadounidense. Conocía a muchos inmigrantes que se esmeraban por convertirse en auténticos neoyorquinos, y hasta llegaban a hablar su propio idioma nativo con acento. Era normal. Solo durante los siguientes meses, yo repararía en que papá iba más lejos que esos inmigrantes: por ejemplo, jamás hablaba de sus compañeros de estudios, ni recibíamos visitas de viejos colegas. En el barrio, teníamos amigos colombianos, argentinos y mexicanos, porque papá trabajaba de administrador en la concatedral de Saint Joseph, en Brooklyn, donde el catolicismo era territorio de hispanos. Pero no conocíamos a ningún peruano y ahora sospecho que papá los evitaba. De hecho, para perfeccionar la lengua española, yo tuve que apuntarme a cursos, porque papá nunca usaba el idioma en casa. Se negaba incluso a repetir las palabras de su vida anterior.
Y, sin embargo, nunca llegó a despojarse de su muletilla: ¿Ya?
Esa pequeña mancha de nacimiento gramatical.
—¿Sabes lo que deberíamos hacer? —siguió diciendo. Quizá él también había bebido una o dos cervezas de más—. ¿Sabes lo que haremos cuando tengas un título de administración de empresas? Pondremos un negocio.
—¿Qué clase de negocio?
Él puso cara de intelectual, con la mano en el mentón y la mirada profunda. La cara que ponía cuando había tenido una idea y creía que era una grande.
—Lo tengo todo pensado: la gente sale de la misa en Saint Joseph y se queda un rato conversando en las escaleras. ¿Por qué? Porque no hay una cafetería cerca. Pero a veces quieren seguir charlando. O les da flojera ir a casa a cocinar. O asisten a misa temprano y no han tenido tiempo de desayunar. ¡Tendríamos que poner una cafetería! ¡Nos haríamos ricos!
Mamá besó a papá en una mejilla y luego le limpió el lápiz de labios con el pulgar para que él no anduviese por ahí con aspecto de haberse estado revolcando con una amante.
—¿Y qué haremos con la cafetería los otros seis días de la semana, genio de los negocios?
—Comeremos en ella —respondió papá, pero ya sin su cara de intelectual, más bien con una sonrisa bobalicona en los ojos—. ¡Y no volveremos a gastar en comida!
Si tuviese que escoger un único recuerdo de mi familia, sería esa noche: los tres alrededor de una pizza humeante, haciendo planes para el futuro y contando chistes tontos. Mi padre planeando negocios imposibles, mi madre con los pies en la tierra y yo flotando a media altura, entre el cielo y el suelo, seguro de que en ambos lugares encontraría un refugio. Sin duda, preferiría ese momento a mi primera comunión. O a la vez que mi equipo ganó el campeonato de fútbol entre colegios. Esos recuerdos los compartíamos con muchas otras familias: tenían que ver con grupos de catequesis o promociones escolares. En cambio, este momento era solo de nosotros tres. Lo habíamos construido juntos. Representaba la culminación exitosa de nuestra vida en común.
Y entonces, sonó el teléfono. La explosión del motor del avión.
—¿Quién te llama a esta hora?
Mamá siempre reprochaba a papá que contestase el teléfono durante las comidas familiares. O que mirase el mail. Él consideraba que formaba parte de su trabajo. Él era como un doctor. El doctor de un edificio viejo, siempre listo para atender sus huesos rotos y sus resfriados.
—Quizá ha reventado una tubería o algo así...
—Es una llamada del extranjero. Debe de ser un teleoperador de los que llaman desde Centroamérica. No contestes.
—Sí —confirmé, terminando de tragar un trozo de masa gruesa y queso—, te quieren vender una nueva tarifa telefónica. O un seguro de vida.
—Es un código 51. Del Perú.
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Papá lo dijo como si fuese algo malo. Al menos, estoy seguro de que habría sonado más alegre si hubiese reventado una tubería bajo el templo. Mamá y él se miraron, congelados, mientras el aparato seguía reclamando atención. Una vez más, después de su mirada, papá posó los ojos en mí, pero ahora ya no me miró como a un adulto, sino todo lo contrario: como a un niño que a esas horas debería estar en su cama, soñando con los angelitos, a salvo de los problemas de los huma- nos. O como a una mascota incómoda que orina sobre la alfombra.
A pesar de eso, contestó el teléfono. Tocó con la yema del dedo la luz roja. Se llevó el terminal al oído.
—¿Sí?... Sí... ¿Cómo estás?
Lo dijo en español. De hecho, en peruano. Su acento más o menos tropical, lengua franca de la parroquia de Saint Joseph, se moduló hasta convertirse en una suave cantadita con énfasis en las s. Pero el cambio fue apenas perceptible. Después, pasó un largo rato en silencio. Me resultaba imposible saber si, del otro lado de la línea, alguien hablaba o esperaba una respuesta. Yo solo veía la nube negra, cerniéndose sobre nuestra mesa como un buitre al acecho.
—Sí... —repitió papá—. Sí... Hablaremos mañana. ¿Okey?
A continuación, colgó. Y seguimos cenando, como si nada hubiera pasado. Al menos, lo intentamos.
—¡Aceptaré abrir esa cafetería si servimos pizza como esta! —dijo mamá, mordiendo una porción de jamón.
Sin duda, ella se esforzaba por mantener el buen humor, mirando a mi padre de reojo, esperando que él recogiese el testigo y recuperásemos nuestra velada alegre, nuestra vida según el plan.
Pero a nuestro lado, ya no estaba el hombre de las bromas tontas y el gps. En su silla, se sentaba un anciano agotado y deteriorado, que se arrastró hasta el final de la pizzería con gran trabajo, como quien asciende una montaña muy alta.
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