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Vestirme como mi papá, por Marco García Falcón
“... recordé eso que dice Philip Roth, que siempre, por más que crezcamos, seguiremos siendo niños para nuestros padres y que nosotros frente a ellos siempre nos sentiremos niños...”, escribe el escritor Marco García Falcón.
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A poco de irse mi papá, mi hermana y yo fuimos a su casa. Además de aquel olor como de otro tiempo que nos traía miles de recuerdos, encontramos algo inesperado: sobre un sillón de la sala, acomodada, estaba toda la ropa –mudas completas– que mi hermana le había regalado por el Día del Padre, y que él no había llegado a usar. Un poco descorazonada, mi hermana miró toda esa ropa intacta, aún empaquetada, y yo le dije que no habría problema, que yo la podría usar porque mi papá y yo somos de la misma talla.
Ese día también, en el cuarto de mi papá, hallamos una serie de fotos, ordenadas sobre su escritorio como era su costumbre. Una era de él de niño cerca de otra donde yo también estoy de niño, y más allá había otra de mi hijo niño, y entonces recordé eso que dice Philip Roth, que siempre, por más que crezcamos, seguiremos siendo niños para nuestros padres y que nosotros frente a ellos siempre nos sentiremos niños, y experimenté una revolución de emociones, y comprendí que el tiempo tenía sus misteriosas maneras de nivelarlo todo y que de algún modo aún nos quedaban muchas formas para volver a encontrarnos.
Al día siguiente de aquella visita, empecé a ponerme las prendas de mi papá. Tranquilamente, sin rituales ni dramatismos ni nada. Pero ese día y los siguientes, detenido en el auto en medio del infernal tráfico limeño, o yendo de un salón a otro para dictar mis clases, descubrí frente a alguna imagen refleja que ciertos gestos y movimientos característicos de mi papá –que pensé eran solo de él– eran también los míos. Y pensé, también, en qué tanto de su destino me tocaría reproducir a mí en lo que me resta de vida. Porque, fuera de los designios de la voluntad, he entendido que hay una especie de impronta genética que arrastramos en lo profundo y que nos puede conducir a tomar caminos inciertos o no deseados. Alguna vez actué mal movido por una ardiente impulsividad y causé daño a las personas que más quiero. Y entonces mi papá, sentado a mi lado mientras lo llevaba a su casa, me dijo: “No sé si te sirva de algo, pero yo también he hecho lo mismo. Lo llevas en la sangre”. Fue una respuesta que me dejó helado, pero que me ayudó a aclarar tantas cosas.
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En repetidas ocasiones, cuando estoy solo manejando en el carro, lo siento y lo veo a mi lado, no como una aparición fantasmal sino como una presencia que no se ha terminado de ir. Y voy hablándome a mí mismo, diciéndome todo lo que tengo que hacer en mis días interminables, suponiendo quizá que me escucha y que me soltará alguna de sus frases. Como es algo que no he ocultado, una vez un amigo del trabajo trató de sintonizar conmigo: “Mi padre falleció hace dieciséis años, y no hay un solo día en el que no piense en él”. Y otro: “Ya pasará, solo que empezará a aparecérsete en sueños”. Mi hermana, que es tan parecida y a la vez tan distinta a mí, lo ha procesado de otra manera: “Para mí está en su casa, sigue allí; iremos y lo volveremos a ver”.
Ha pasado más de un año desde aquel día en que todo se volvió de golpe más oscuro y un poco menos desde aquella visita que hicimos juntos. Siento que toda esa ropa que no estaba destinada para mí, que he estrenado en silencio como quien lleva un inmerecido premio pero que yo no hubiera elegido porque no es de mi estilo, me viene perfectamente. Tal vez he llegado a comprender eso que siempre se dice y que está tan cargado de verdad: que no hay rupturas ni separaciones definitivas ni vueltas de página, sino una necesaria continuidad. Que, ahora, mi papá vive en mí.
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