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El despertar del emblemático Gran Hotel Bolívar
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Antes de que inicie el estado de emergencia por el COVID-19 en marzo pasado y cierren la gran mayoría de negociosdel país, el Gran Hotel Bolívar del Centro de Lima venía realizando una serie de conciertos de jazz y blues. Estos se realizaban en su elegante restaurante donde se había instalado un pequeño espacio para que se realicen estos recitales programados para todos los jueves del mes. Ese 12 de marzo, le tocaba a un grupo de chicos que interpretaban temas del músico de swing gitano, Django Reindhardt.
La banda se llama Los dedos de Django y esa noche interpretaba clásicos del músico belga como ‘Minor swing’ o ‘Les yeux noirs’. Entre canción y canción, bromeaban al público preguntando si conocían alguna de sus canciones. En una esquina, aguardaba la cantante del grupo que usaba un vestido largo que la hacía verse como una femme fatale en una película de cine negro.
Pese a que el ritmo del swing tocado era dinámico y alegre, en varias mesas no les prestaban atención. Se escuchaban las conversaciones sobre las largas colas en supermercados y cómo los estantes de papel higiénico y productos de limpieza habían terminado completamente vacíos. Una mesa a mi lado tenía a tres parejas, en donde las mujeres hablaban de sus compras en el mercado y sus maridos conversaban poco, más miraban al vacío. Pero sus pies se movían al ritmo del jazz.
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Se trataban de los días en que el ‘paciente cero’ había llegado al Perú. Sin embargo, la amenaza del coronavirus había sido minimizada por la gran mayoría del país. Mientras tanto, en ese restaurante, ese día, todo seguía en ¡salud!, una copa más y una porción más de tequeños.
En mi caso, pude reconocer una canción, entre lo que me permitía una copa del Catedral que pedí y otro chilcano de maracuyá para animar esa noche. Era ‘Shine', que es una de las canciones que suenan en el soundtrack de ‘Sweet and lowdown’ de Woody Allen. Todo era alegría para toda esa sala, sin duda. Quién podría imaginar en ese momento que el coronavirus golpearía a tal punto al país y al mundo, que ese sería el último día en que compartiría una sala con tantos extraños alrededor.
Tras declararse el estado de emergencia y los toques de queda el 16 de marzo, el Hotel Bolívar cerró. En un anuncio que hicieron por Facebook, la administración indicó que volverían a abrir el 30 de marzo. Recibió varios likes. A pocos días de llegar esa fecha, publicaron otro post calmando a sus clientes habituales: “La emergencia pasará pronto. Por ahora, seamos prudentes”, decía.
No obstante el pedido de calma, ese día no abrieron. Ni tampoco en los siguientes plazos de extensión del estado de emergencia que declaraba el gobierno. El Bolívar se quedó sin fecha cierta de reapertura y sin catedrales para servir.
Entre marzo y abril, las Fuerzas Armadas salieron al resguardo las calles y, por ese entonces, había un estricto cumplimiento de los toques de queda. Eso hacía muy seguro caminar y manejar bicicleta por el Centro de Lima. Por ello, aprovechaba para pedalear por la Plaza San Martín tras salir del trabajo y así apreciar la majestuosidad de la arquitectura del Gran Hotel Bolívar. Pero también para recordar las razones por las que me importa tanto.
Para empezar, no es cualquier hotel y menos un bar cualquiera. Es una hermosa obra construida por Rafael Marquina y Bueno en 1924. Se trata del mismo arquitecto que entre sus principales creaciones está la bella fachada de la Estación Desamparados (hoy Casa de la Literatura Peruana) y la gigantesca capilla del cementerio Presbítero Maestro que se ver desde lo alto del cerro San Cristobal.
Además, el Bolívar tuvo una gran época de apogeo, entre la década del 20 y 50, cuando fue el punto de encuentro de la alta sociedad limeña y de los oficinistas del Centro de Lima. El solo ingresar al bar y a las habitaciones del hotel, es como viajar en el tiempo, y llegar a esas épocas doradas donde este negocio solo servía a las élites.
Más ha servido como referencia para obras literarias como ‘El marqués y los gavilanes’, un cuento de Julio Ramón Ribeyro.
Un detalle que me gusta mucho es que entre sus principales huéspedes el Bolívar tuvo a Pablo Neruda, Mario Moreno ‘Cantinflas', la actriz Ava Gardner, Pedro Infante, María Feliz (María Bonita) y hasta Mick Jagger y Keith Richards, quienes fueron retirados por su rockanrolera conducta y por no cumplir con las reglas del hotel. También se cuenta que el legendario Orson Welles estuvo en el Bolívar y se tomaba copa tras copa de Catedral, como si se tratará de una simple limonada. Ni cosquillas le hizo.
Asimismo es muy conocido por sus fiestas de Halloween, donde la parranda de disfraces organizada por colectivos LGTBI se pasa a todos los salones y cuartos del hotel los 31 de octubre de cada año (este 2020 será la excepción).
Más allá de las historias que pueda tener, el hotel tiene una reputación mundial por servir el Pisco Sour Catedral. Una bebida emblemática que se debe disfrutar con cuidado para no caer bajo sus efectos por su alto contenido de alcohol (salvo que se trate de Orson Welles). Se trata de un licor que no debe faltar en toda mesa donde haya una tertulia o donde se quiera estar a solas para apreciar el atardecer con vista a la Plaza San Martín. Todo esto fue suspendido en el tiempo por la pandemia.
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Durante el tiempo que el Bolívar estuvo cerrado, las luces de su fachada siempre se mantuvieron prendidas. Era como si representara su esperanza de que volverían a abrir alguna vez. En algún momento en que exista alguna pequeña certeza de que es seguro servir a sus habituales clientes. Y así fue en marzo, mayo, junio y hasta el 24 de julio pasado, cuando el Gran Hotel Bolívar volvió a atender.
Así como varios negocios vienen haciéndolo, el Bolívar está cumpliendo sus protocolos. Desde que uno ingresa, es recibido por una persona que mide la temperatura y pide a los clientes que se limpien las manos con alcohol en gel. Una vez dentro, se observan los cambios que nos deja la pandemia. Por ejemplo, en el lobby, ya no están los sofás que permitían sentarse para apreciar su cúpula. Tampoco está la galería de arte que se había montado alrededor de sus columnas.
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Por otro lado, en el bar, que ahora atiende de 3 p.m. a 9 p.m., se ven menos mesas que antes para así cumplir la disposición de que haya menor capacidad de aforo para evitar el contagio del COVID-19.
También ha cambiado la forma de servir los tragos. El Catedral, por ejemplo, ya no se presenta en una copa larga de vidrio, sino en un vaso destacable de color negro. “Es por el COVID-19. Así nos cuidamos todos, por si acaso”, me dijo el mesero, cubierto con un protector facial. La atención sigue siendo igual de amable que antes. Y así como siempre, ofrecen las entradas de tequeños, bolitas de yuca y otros.
Por encontranos en los tiempos del coronavirus, el temor de contraer la enfermedad en restaurantes parecer ser alto. Y el Bolívar no escapa de ello. El jueves pasado que fui, atendieron a pocos clientes. Hasta 7 p.m. que me quedé, hubo máximo cuatro clientes más. Tendrán que salir adelante trabajando, como todos los negocios del país.
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A la salida del bar, me topé con el panel de sus famosos huéspedes (donde están Cantinflas, Neruda y compañía). Pero además de las fotografías en blanco y negro donde las celebridades posan sonrientes y perfectos, los clientes habituales del Bolívar tienen un espacio especial en un Libro de visitas en donde expresan con toda libertad su alegría de estar de vuelta en el hotel.
Se trata de un libro grande que se ubica cerca a la recepción del hotel. En la sección que marca de marzo a julio se consigna que estuvo “cerrado por el COVID-19". Como para la historia del hotel. Pero debajo de la suspensión, un visitante de 54 años, casado, escribe con toda alegría “¡Por fin volvieron! ¡Gracias por estar de vuelta!”. Y no es el único. Debajo de él, una señora ha puesto “El mejor Pisco Sour del Perú! ¡Gracias por volver!”. En la última parte me sentí tan ilustre como Orson Welles (aunque sin su capacidad de soportar los catedrales) y también escribí con todo entusiasmo “¡Por fin he vuelto!”.
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