En un diálogo, una profesora universitaria y prima mía amplió mi entendimiento. María Pía Chirinos me dijo: “Estamos ante el dilema entre Platón y Aristóteles. Platón buscaba el mundo de las ideas, tan perfecto como necesario y determinista. Lo pecaminoso, lo erróneo o lo feo debían desaparecer. Eran expulsados de la República. Solo tenían derecho a existir lo bello y lo bueno. Platón fue idealista, a más no poder. Tremendo e injusto. Radical”. Continuó diciéndome: “Aristóteles, en cambio, introdujo la razón práctica. Aprendemos del error, nos corregimos, lo intentamos de nuevo y mejoramos o retrocedemos un poco… pero la recta razón cuenta con la corrección”. Finalmente, completó: “el transhumanismo y los robots humanoides son una utopía tremenda y nos están deshumanizando porque no admiten el error. El error es tremendamente humano: de lo más humano que hay”.
Por otro lado, las excepciones —como los errores— también deben ser admitidas. Con ellas confirmamos la regla y aceptamos la realidad. Una respuesta polémica de Trey Gowdy acepta las excepciones: “Nadie tiene derecho a servir en las Fuerzas Armadas (FF.AA.). ¡Nadie! ¿Qué les hace pensar que las FF.AA. son empleadores que ofrecen igualdad de oportunidades? Están muy lejos de eso y por buenas razones. Déjenme citar algunas: las FF.AA. usan los prejuicios en forma constante para negar que los ciudadanos se les unan cuando son demasiado viejos o jóvenes, demasiado gordos o delgados, demasiado altos o bajos. A los ciudadanos se les niega acceso por tener pie plano, falta de dedos, mala vista, fobias (…)” etcétera, etcétera.
Humanamente, admitir los errores y las excepciones nos hacen superar y nos concilian con nosotros mismos.
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