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El rey en su laberinto
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Todos los días, cuando el reloj de la plaza marca la una, el rey sale al balcón del palacio rodeado de su corte. El pueblo espera en la plaza, sin aglomerarse para no contagiarse de la peste que agobia por esos días al reino. Pero ello no le impide vociferar reclamando que el gobernante anuncie medidas que acaben con el caos: “¡El precio del pan está muy alto!”, “¡acabe de una vez con la especulación y acaparamiento!”. Con tono enérgico, el rey anuncia un decreto de urgencia: “Desde mañana el pan tendrá precio controlado”. El pueblo aplaude.
Al día siguiente, los panaderos acatan la medida. Pero a cambio reducen el peso del pan. El pueblo reclama: “¡Ahora el pan es pequeñito!, ¡no puede dejarlos hacer eso!, ¡el pueblo tiene hambre!”. El rey decreta enojado: desde mañana todos los panes deberán pesar por lo menos 100 gramos.
Al día siguiente, los panes cumplen con el peso mínimo, pero están hechos con harina de baja calidad. Ante el reclamo popular se ordena que la harina debe ser de calidad premium.
Al día siguiente, los panaderos solo venden pan si, además, los parroquianos les compran leche (cuyo precio no está regulado). “¡Esto es un escándalo, se están burlando del rey!”. El rey ordena entonces que no se puede atar a la venta del pan ningún otro producto.
Al día siguiente, los panaderos colocan sobre cada pan una fruta confitada. “Ya no es pan. ¡Es un pastel! No cae dentro de los controles de los decretos del pan”, anuncian las panaderías. Ante el clamor popular el rey introduce controles de precios, peso, calidad y reglas de comercialización ya no solo al pan, sino a los pasteles.
Al día siguiente, el pan y los pasteles desaparecen de las panaderías. El pueblo se indigna más. Ante el descontento, el rey coloca pena de cárcel a las panaderías que se resistan a fabricar pan y pasteles.
Los panaderos huyen del reino en búsqueda de nuevas fronteras donde los reyes no vivan al vaivén del reclamo del pueblo, sino que se dediquen de verdad a gobernar.
Harto de la situación se da un decreto y se estatizan las panaderías. A partir de ese día el pueblo no volvió a ver nunca más ni pan ni pasteles (salvo que pagaran coimas a los funcionarios públicos que manejan las panaderías). Y mientras tanto, la peste creció y creció y el pueblo se quedó sin pan, sin salud y sin esperanza. Pero igual van todos los días a la plaza, a la una de la tarde, a pedir ese mucho que, luego, les dejará muy poco.
Así es la espiral regulatoria. Una vez que el gobernante cree que puede cambiar el mundo, y descubre que no tiene el poder para hacerlo, creerá que el fracaso es causado por la malicia ajena y no por la incapacidad propia. Regulará y regulará hasta destruir todo.
La fábula del rey regulador se repite una y otra vez, en distintas plazas, a distintas horas y con distintos reyes. Todos creen que pueden cambiar el mundo. No solo fracasan, sino que al hacerlo destruyen la capacidad que tenemos todos de resolver problemas. Y en todas esas fabulas repetidas, tarde o temprano, siempre hay los mismos ingredientes: poder sin control, incapacidad de gestión, mediocridad, y fracaso. Entonces el rey regulador saldrá al balcón a hablar y ya nadie entenderá lo que quiso decir.
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