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Un repertorio de prohibiciones curiosas. En Florida, que una mujer salte en paracaídas el domingo. También se prohíbe hacer el amor con un erizo. En Halethorpe, Maryland, besarse en público por más de un segundo. En Chicago, pescar en pijama; Carrizozo, Nuevo México, que una mujer salga a la calle sin afeitarse. En Waterloo, Nebraska, que un peluquero coma cebollas entre las 7 am y las 7 pm. En North Dakota, que una persona duerma con los zapatos puestos. En Saco, que las mujeres se pongan sombreros que puedan asustar a los niños o a los animales. En International Falls, Minessota, que los perros persigan a los gatos. En Kentucky, ducharse menos de una vez al año. En Ohio, emborrachar a un pez. En Victoria, Australia, que una persona que no sea electricista cambie un foco. En Francia, ponerle el nombre de Napoleón a un cerdo. En Israel, meterse el dedo en la nariz los sábados. En Lancashire, Inglaterra, incitar a ladrar a un perro si un policía te para a la orilla del mar. En Tailandia, salir de su casa sin ropa interior. En New Jersey, ponerse un chaleco antibalas si estás cometiendo un asesinato. En California los animales no pueden aparearse en público a menos de 500 metros de distancia de una iglesia, colegio o cantina. En Jesús María, Lima, Perú, tener más de un perro si vives en departamento y más de dos si resides en una casa.
Son ejemplos de lo que el juez Stephen Breyer llama regulación anecdótica: reglas dictadas sin ningún análisis técnico, en reacción a un hecho o circunstancia aislada e irrelevante como el titular de un periódico dando cuenta de una noticia (un cliente quejándose del mal aliento de un peluquero o un niño que corrió de una mujer que vestía un sombrero estrambótico) o de la experiencia concreta y singular de algún regulador o pariente o amigo de este, que cree que se justifica imponer al resto de la humanidad una restricción destinada a evitar que su experiencia se repita.
Enzo Defilippi daba cuenta en su columna en El Comercio (“No entiendo” 27/5/20) de regulaciones y protocolos anecdóticos en épocas de pandemia: que los menores de 14 no puedan usar bicicletas ni patinetas cuando salen a pasear por media hora al día, que los jóvenes entre 14 y 18 no puedan salir, autorización para uso de vehículos para comprar, que la atención de peluqueros sea solo a domicilio. Y podemos añadir restricciones tan curiosas como fracasadas como que los hombres salgan un día y las mujeres otro, o que hay que ponerse guantes para ir al banco.
Cuando el Estado enfrenta situaciones que nos parecen que justifican su intervención (como una pandemia), es más probable que pierda la brújula y se desnude su incapacidad para pensar qué hacer y, sobre todo, para gestionar los actos necesarios para hacerlo. Lo malo es que tomará medidas no tan inocentes como controlar los precios, suspender cobro de peajes o prohibir el cobro de intereses sin más justificación técnica que a un congresista o funcionario de un ministerio no le gusta pagar por lo que compra o usa. Y, mientras tanto, esas regulaciones absurdas habrán llegado para quedarse y mañana alguien se preguntará a quién se le pudo ocurrir tremenda estupidez.
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