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El ateo inconstante

Dejé de creer en Dios cuando, con veinte años, me enamoré de un amigo. Tuve que elegir entre la fe en Dios y el amor a mi amigo. Abandoné a Dios, me entregué a mi amigo, mi amigo me dejó porque no estaba enamorado de mí.

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Fecha Actualización
Jaime Bayly,Un hombre en la lunahttp://goo.gl/jeHNR

Me quedé sin Dios y sin amigo. Decidí matarme. Había dejado de creer en Dios, no le tenía miedo a Dios, estaba seguro de que después de la muerte no habría nada y la vida me parecía imposible dado que me había enamorado de un hombre y él no me quería.

Un par de años atrás, seguía creyendo en Dios con el mismo fervor con el que me había educado mi madre. Asistía a misa los domingos, confesaba mis pajas culposas, comulgaba, rezaba de rodillas al pie de la cama, leía la estampita del fundador del Opus Dei. Mi madre, mujer de fe admirable, había sembrado y estimulado esa fe en mí, y yo la cultivaba por amor a ella y porque no me atrevía a dudar de todas esas cosas sagradas que ella me había narrado con gran poder persuasivo. A esa edad, dieciocho años, terminado el colegio, sin haberme enamorado todavía, arrastrando el trauma de un fracaso en un burdel que me dejó dudando sobre mi hombría, solía pedirle a Dios que me ayudase. Principalmente, le pedía que me ayudase a ser hombre, bien hombre, a recuperarme del trauma del burdel, a encontrar el amor en una mujer y fundar una familia unida y cristiana que pudiese darle orgullo a mi madre. También le pedía que me ayudase a abrirme camino en el campo de la política. Quería ser político, llegar a ser presidente. Era una inquietud que, desde muy niño, mi madre, con su gran vocación por la política, había despertado y agitado en mí. Por eso postulé a una universidad para ser abogado, una carrera que parecía conveniente para mis aspiraciones políticas. No recuerdo haber rezado con tanto fervor como aquella mañana en que fui en transporte público a rendir el examen de ingreso a la universidad, y al día siguiente, un domingo, en que, después de asistir a misa a primera hora, fui al campus a ver si había ingresado. De rodillas en la iglesia de San Felipe, a las seis y media de la mañana de ese domingo tremendo, le prometí a Dios que si me ayudaba a entrar a la universidad, dejaría de hacerme pajas, sería un hombre bien recto y virtuoso, un digno hijo de mi madre, y no pararía hasta llegar a ser presidente. Al ver que había entrado en un puesto más o menos destacado, le di gracias a Dios pero no sentí la urgencia de cumplir mis promesas y, por lo pronto, seguí haciéndome pajas culposas, pensando en la vecina que me dejaba mirarla asomado a la ventana, mientras ella se quitaba la ropa, sabiendo que yo la espiaba con ardor.

Todo lo que me pasó luego (los desengaños amorosos, la adicción a ciertas drogas, el pequeño éxito en la televisión, los conflictos familiares, los embarazos dramáticos) me alejó de la fe religiosa en la que fui educado. Dejé de creer en Dios. Nunca rezaba en ningún caso. Era un ateo tranquilo, sin culpa. Solo creía en lo que podía ver, tocar, aspirar, chupar, solo creía en lo que me daba placer. Todo lo que me daba placer (el sexo en los márgenes y a contramano, las drogas ilegales) estaba reñido con la religión en la que había sido bautizado. Si quería ser yo mismo y ponerme en cuatro y ser un fumón y también un bufón, cualquier idea de Dios frustraba el conocimiento mínimo de mi identidad humana. Era bisexual, era drogadicto, ya no quería ser presidente, quería ser un escritor, lógicamente era ateo, ¿cómo diablos podía ser un escritor puto y coquero si seguía rezando el rosario con mi madre en latín? Creía en las ficciones, pero en las ficciones literarias y cinematográficas, no en las religiosas. Creía que había otras vidas, pero no en el más allá, sino en el cine y en los libros, esas eran las otras vidas que yo quería vivir.

Sigo siendo bisexual, sigo siendo drogadicto, sigo escribiendo viciosamente, pero ya no sé si sigo siendo ateo. Formalmente, evito cualquier concesión a la religión. Cuando murió mi padre, no quise ir a la misa de cuerpo presente. Cuando uno de mis hermanos me nombró padrino de su hija, decliné respetuosamente, alegando falta de fe en esa iglesia y esa ceremonia. Cuando nacieron mis hijas mayores, me negué a bautizarlas pero prevaleció la voluntad de su madre, que las bautizó contra mi expresa opinión. Cuando nació mi hija menor, mi esposa y yo, que decimos no creer en Dios y nunca rezamos juntos, nos negamos a bautizarla, a pesar de las presiones familiares. Podría parecer entonces que sigo siendo ateo. Si no he querido bautizar a mi hija menor es porque discrepo radicalmente de muchas de las posturas morales que defiende la iglesia en la que fui bautizado: ¿cómo voy a afiliar a mi hija en un club en el que no creo, cómo podría traicionarme de esa manera?

Parecería entonces que soy un ateo coherente, consistente. No es el caso. Todas las mañanas, a las ocho y media, antes de abrir las planillas de los índices de medición de audiencia de la televisión, cierro los ojos y rezo: Dios, te pido por favor que me ayudes a hacer buenos números, te ruego que me ayudes a subir el rating, no te pido que le gane a Univisión o a Telemundo, ya sé que eso es imposible, pero sí que me hagas quedar tercero y ganarle a Unimás, a Mundo Fox y al 41. Rezo tenso y asustado, como recé aquella mañana antes de ir a ver si había entrado a la universidad. Luego veo los números del día. Como últimamente han mejorado y me han consolidado en el tercer lugar, he vuelto a creer en Dios o al menos en la conveniencia de encomendarme a Dios antes de abrir los índices de audiencia. Mi fe en Dios es egoísta, manipuladora, y dura de ocho y media a ocho y cuarenta de la mañana. Luego tomo otra dosis de pastillas y me olvido de Dios y solo me interesa dormir hasta pasado el mediodía. Ya en ese momento, al entrar al baño y tomar mis pastillas con olímpico desprecio a mi salud, vuelvo a ser ateo y no tengo miedo de morir dormido en mi cama, que es, creo, la mejor manera posible de morir.

También rezo todas las noches, a eso de las nueve, antes de comenzar el programa, gracias a la fe admirable de la mujer que me maquilla. Una vez que termina de maquillarme, me persigno y escucho con los ojos cerrados las oraciones sentidas, entrañables, que ella pronuncia. Reza por su familia, por mi familia, por nuestra salud, por mis hijas mayores, para que me perdonen, por mi esposa, por mi hija menor, por el rating de mi programa, que sea el número uno "a nivel nacional e internacional", y para que "nunca estemos confinados en el lecho del que agoniza lentamente y nos sea dada una muerte súbita, rápida, como de pajarito", dice ella, y yo la escucho conmovido y digo: Te lo pedimos, Señor. ¿Por qué rezo con los ojos cerrados cuando la maquilladora me instala brevemente en el mundo plácido de la fe y sus certezas? Porque, siendo ateo en teoría, todavía creo sentimentalmente en Dios y a menudo recurro a Dios para que atenúe un poco el fracaso que es mi vida. Lo más probable es que ningún Dios me esté escuchando cuando le pido que me ayude a sacar buenos números de audiencia o me permita reencontrarme con mis hijas a las que tanto extraño y cuya ausencia me recuerda el fracaso que soy, pero, por las dudas, nunca se sabe, a veces elevo una oración sentida con la misma fe del que compra un boleto de la lotería sabiendo que no va a ganar.

La otra noche que pensé que estaba muriéndome encontré fuerzas para ponerme de pie, caminar al cuarto de mi esposa, despertarla y decirle, aterrado porque no encontraba el aire, cuánto la amaba. Tras recordarle lo que quiero que haga con mi cuerpo cuando muera, cerré los ojos y recé: Dios, que sea tu voluntad. Al parecer, su voluntad coincidió con la mía y pude seguir respirando.

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