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Modo barrista
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Honestidad y deshonestidad, verdad y falsedad, bondad y maldad. Pares inevitablemente presentes en el espacio público, en las conversaciones familiares, en el discurso privado de los pacientes o entrevistados. Quienes vivimos escuchando a veces quisiéramos poder cambiar de canal no porque esos temas sean molestos, sino porque no hay manera de escapar a un sentimiento de impotencia.
Y a quienes vivimos escuchando sin juzgar, tratando de poner las cosas en un contexto matizado, buscando alternativas a relatos extremos, pero siempre dejando que nuestros interlocutores pongan el orden del día, nos embarga el sentimiento de estar permanentemente frente a hinchas atrapados en la barra brava. Cualquier expresión que lleve signo de interrogación es tomada como un ataque y como una toma de posición que nos pone como parte de la barra brava contraria.
Y como ocurre en los encuentros que oponen a contendores clásicos, la neutralidad desaparece y casi todos asumen el modo mental de barrista. ¿En qué consiste? Pues en una tormenta de hormonas y neurotransmisores que nos convierte en ganadores sublimes o perdedores desconsolados con goles ajenos, en agresores gozosos o víctimas dolidas con puntapiés ajenos, en tramposos impunes o vengadores honestos con faltas ajenas.
Un modo que de tanto en tanto, como paréntesis y recreo, puede renovar compromisos, consolidar pertenencias y ponernos en contacto con emociones atávicas, pero que cuando se convierte en lo habitual —¿no son las redes y la interconexión 24/7 una suerte de estadio permanente que solo tiene sitio para las barras bravas?—, pone en peligro la vida en sociedad.
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