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Beto Ortiz: Se llamaba Charly

Te recogí una madrugada de una calle de Barranco y me acompañaste cinco años. Dos perros callejeros que nos reconocimos a leguas, por ese olor característico que despide la soledad. Tu lentitud, tus pocos dientes y tus malas pulgas pronto me hicieron saber que había traído a casa a un viejecito extraviado. Lleno de achaques y de manías terribles como la de morder primero y ser tu amigo después. Pronto, tu genio y el mío congeniaron y lograste que —en mi película— te diera el papel más complicado: el de mi compañero. Y, aunque debería ser al revés, los años de los perros equivalen a siete años humanos así que no había manera de que me duraras más tiempo.

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Yo creía que era él pero no.

No era él, era yo. El abandonado, el prófugo, el hambriento era yo. Es mentira que yo lo recogiera de la calle en una noche fría. Fue él quien me recogió a mí. Fui yo el que no sabía adónde ir, el que estaba perdido y asustado, el que tuvo la suerte de cruzarse en su camino. Fue él quien me escogió. Fue él quien me miró con ojos de piedad. Fue él quien me adoptó. Domestícame. Si me domesticas, tendremos necesidad el uno del otro. Serás para mí, único en el mundo. Seré para ti, único en el mundo. Nunca corría a traer la pelota que yo le lanzaba. Nunca me daba la patita. Nunca venía cuando lo llamaba. Quizá porque no se llamaba Charly en realidad y no había cómo averiguar su verdadero nombre, jamás me hacía caso. Con las justas entreabría los ojos, me miraba y seguía durmiendo que era lo que mejor sabía hacer. Hacía siempre lo que le daba la gana. Era yo el que siempre terminaba acudiendo a su ladrido, sometiéndome, sin darme mucha cuenta, a sus caprichos. En años humanos, él tenía sesenta y tres y yo, apenas cuarenta y cinco la noche en que nos conocimos. Por respeto a los mayores, era a mí al que le tocaba obedecer, aprender calladito de la sabiduría de mi antiguo y esponjoso maestro. Había que ver con cuánta elegancia, con cuánto señorío se sentaba por las tardes en el balcón que daba al parque Melitón Porras para mirar la vida pasar. Cuánta clase derrochaba el distinguido señor Charly. Vaya que sabía comportarse como gente. Era todo un aristócrata. El chusco era yo. Todos estaban de acuerdo en que él era educadísimo y buena gente. Aunque, como todo abuelo, era renegón y andaba de un humor de perros, se las arreglaba para caer simpático. Era un antipático encantador. Mentiría si dijera que yo lo bañaba porque era inútil, era mejor que ni siquiera lo intentara, era mejor que no me atreviera porque terminaba empapado de pies a cabeza. Una vez más, era él quien me bañaba. Pero nunca estuvimos más de acuerdo que a la hora de comer. Si algo teníamos en común era eso. Comíamos todo el día. Él no era de esos que mendigan, gimiendo patéticamente al pie de la mesa. Él esperaba, con buenos modales, que le sirvieran. Él sabía lo que le correspondía. Si había camote, comíamos camote y si había lomo, lomo.

(Foto: Inés Menacho)

Engordábamos al mismo ritmo y muy pronto empecé a decirle "chancho" de cariño. No cualquiera logra alcanzar la categoría de "mi chancho". No hay declaración de amor más grande que esa. Dicen que los perros terminan siempre pareciéndose a sus dueños. No es cierto que él, con el tiempo, se fuera pareciendo a mí. Fui yo el que comenzó a parecérsele. A volverme más dormilón, más engreído, más territorial, más sinvergüenza. Llegamos a parecernos tanto que, en un momento, nos diagnosticaron el mismo mal y comenzamos a tomar la misma pastilla: Eutirox de 200 miligramos para controlar nuestro hipotiroidismo galopante. Para no enchancharnos más. Pero no era culpa suya. La molicie, la vida sedentaria de departamentito miraflorino en la humedad del invierno nos pretextaba hacia el glorioso hueveo. Bajo el invencible sol de Chaclacayo, en cambio, él volvía a correr por los jardines como un venadito montaraz, se revolcaba en el césped, gozaba a sus anchas, se sentía, una vez más, en sus dominios. El pelo le crecía abundante y dorado mientras que a mí se me curaba el asma y el aburrimiento. Y, de vez en cuando, para pegarme un buen susto, se escapaba al menor descuido y se mandaba mudar llevando, sin falta, su infaltable pelota en la boca. No había nada de qué preocuparse. Sabía muy bien cómo cruzar la carretera y estaba con todas sus vacunas en regla. Ese era su modo de vacunarme contra la sobreprotección, contra el control, contra la dependencia excesiva. Se largaba a mataperrear entre los puestos de carne del mercado, se juntaba con otros vagonetas de la cuadra y hasta el río Rímac no paraba. Varias horas después, regresaba, mojado, lleno de barro, hecho una calamidad, aún con su pelota en la boca y apestando a guano, feliz de la vida después de haber explorado todas las chacras que había en veinte kilómetros a la redonda. Al otro día, era menester invertir horas quitándole las garrapatas que las vacas le habían contagiado. Pero, ¿quién era yo para detenerlo? Yo no era su dueño. Él no era de nadie, era un alma absolutamente libre e indomable. El dueño era él. El amo era él. El jefe era él. El rey era él. Yo solo fui la fiel mascota a la que él sacaba a pasear por el barrio con su correa. Alguien que estaba allí para hacerlo jugar. Y ahora que su alegría se ha extinguido, he vuelto a vagar sin rumbo por esta estúpida ciudad. A perseguir mi cola, al infinito. A lamerme esta nueva herida, debajo de un mueble, debajo de un carro, donde nadie pueda verme. A husmear entre las cáscaras, los huesos y las sobras.

Otra vez soy un perro sin dueño.