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Una bomba de tiempo
“¿Qué pasaría si un terremoto destroza las tuberías troncales de la ciudad? ¿Si se quiebra La Atarjea o la represa de Marcapomacocha? Así estamos… al borde del abismo, esperando a que nada suceda. El alcalde Muñoz tiene un tremendo reto por delante”.
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Lima se ha convertido en una de las ciudades más caóticas de la región. El casco urbano ha crecido sin planeamiento alguno y el desastre en infraestructura que vemos es solo la punta del iceberg. Debajo de la ciudad hay una maraña de tuberías antiguas y en paupérrimas condiciones, que –además– han sido movidas y removidas para darles paso a gasoductos, líneas de teléfono y enroques de alcantarillado. Así, frente al menor de los problemas, la ciudad se convierte en un infierno en cuestión de horas, poniendo en riesgo a los ciudadanos.
Fue lo que pasó en los últimos días. Veamos lo que pasó en San Juan de Lurigancho: dos tubos de agua iban por dos vías opuestas de una recorrida avenida del distrito más poblado de la ciudad. Se tomó la decisión de que una de las dos debía pasar al otro lado para poder darle cabida a un gasoducto y a cableado eléctrico.
La obra se hizo sin el planeamiento debido. El tubo más antiguo tenía 60 años de antigüedad y empezó a mostrar fallas. La arena sobre la que la estructura está apostada empezó a ceder y el arco que sostiene el tubo se vino abajo y, con esto, también se trajo abajo al otro tubo que por allí iba.
En cuestión de horas, una brecha por la que discurren dos metros cúbicos de agua por segundo (el 10% de toda el agua de Lima) inundó toda la zona.
En 19 minutos, el agua sobrepasaba la altura de las puertas. ¿Qué se debió hacer? Cortar de inmediato el flujo de agua mientras se reparaba la primera tubería y lidiar, por unos dos o tres días, con el descontento de los vecinos. ¿Qué se hizo? Traer un cargador frontal y tratar de solucionar el tema sin que nadie se dé cuenta, pasando piola. O sea, bien moscas. Bien criollos. Bien avispados.
En 19 minutos, el agua sobrepasaba la altura de las puertas. ¿Qué se debió hacer? Cortar de inmediato el flujo de agua mientras se reparaba la primera tubería y lidiar, por unos dos o tres días, con el descontento de los vecinos. ¿Qué se hizo? Traer un cargador frontal y tratar de solucionar el tema sin que nadie se dé cuenta, pasando piola. O sea, bien moscas. Bien criollos. Bien avispados.
¿El resultado? Tras el desastre, tenemos vehículos anfibios blindados de la Marina y el Ejército y tropas de fuerzas especiales del Comando Conjunto ayudando a ciudadanos de toda edad a evacuar de una inundación –que más se asemejaba a una plaga– cuya única explicación es la falta de sentido común de un grupo de burócratas inexpertos, pero –sobre todo– bastante irresponsables.
Si es que, finalmente, no se hubiera cerrado el paso del agua, la cosa hubiera podido ser muchísimo peor de lo que fue. Ahora, la pregunta que, después de ver este desmadre, cae de madura es… ¿qué pasaría si la cosa hubiera sido solo un poquito peor? ¿Qué pasaría si un terremoto destroza las tuberías troncales de la ciudad? ¿Si se quiebra La Atarjea o la represa de Marcapomacocha? Así estamos… al borde del abismo, esperando a que nada suceda.
El alcalde Jorge Muñoz tiene un tremendo reto por delante. Pero, en verdad, no es solo de él.
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