Hace unos días, el presidente colombiano propuso reactivar la economía de su país obligando a los bancos a ofrecer créditos a bajo costo para financiar determinadas actividades económicas, mediante la utilización de un porcentaje de los depósitos del público. Lo llamó “inversiones forzosas”. Esta película ya la vimos en el pasado en América Latina y sabemos que termina muy mal. En las décadas de los setenta y ochenta muchos países de la región implementaron políticas para dirigir el crédito de los bancos hacia actividades que sus Gobiernos querían beneficiar. El principal argumento para justificarlas es la existencia de imperfecciones del mercado que limitan el acceso al crédito a ciertos sectores, actividades económicas y zonas geográficas; lo que nunca se valida.
Estas intervenciones tuvieron diferentes formas, tales como el redescuento de préstamos de los bancos comerciales por parte de sus bancos centrales, normas que obligaban a los bancos a asignar cierta proporción de sus préstamos con propósitos especiales (lo que plantea el presidente colombiano), préstamos directos de intermediarios estatales (bancos comerciales o de desarrollo) y el establecimiento de menores encajes para aquellas instituciones financieras que dedicaban ciertas porciones de su cartera crediticia a sectores o zonas geográficas prioritarias a tasas preferenciales, entre otras.
Estos mecanismos para dirigir el crédito tuvieron resultados muy costosos para nuestros países (quiebra de bancos estatales, altos subsidios financiados con emisiones monetarias de los bancos centrales que ocasionaron inflación, y desintermediación de los sistemas bancarios).
Los efectos negativos de las distintas políticas para dirigir el crédito han sido ampliamente estudiados e incluyen trabar la captación de ahorros del público, porque los bancos deben bajar sus tasas de captación para compensar los créditos subsidiados; incentivar una distribución ineficiente del crédito al fomentar actividades ‘prioritarias’ con rentabilidad más baja; encarecer el costo de los créditos no prioritarios; retrasar el desarrollo de los mercados de capitales y del crédito de largo plazo, y facilitar que se mantengan vivas empresas insolventes que, sin estos mecanismos, no habrían recibido financiamiento. En resumen, ocasionaron fuertes distorsiones en los mercados de ahorro y crédito.
Cuando usaron a bancos públicos para esos fines, los terminaron quebrando y cuando lo hicieron obligando a los bancos privados a destinar parte de los depósitos para promover sectores preferenciales, los debilitaron al afectar la calidad de sus carteras crediticias, y los llevaron a pagar tasas más bajas a los ahorristas. En ningún caso tuvo el papel promotor esperado. Por ello, como parte de las reformas financieras que implementaron muchos países en la región a partir de la segunda mitad de los ochenta, se introdujeron leyes y cambios normativos para prohibir estas prácticas o limitarlas fuertemente. Esperemos que esta propuesta no prospere, ya que reabriría una caja de Pandora en la región.
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