Llegaba octubre. Llegaba el mes de pagar promesas ajenas, promesas que nunca hice, purgar por pecados que nunca cometí, hacerme cargo de deudas ajenas, sentirme sucio solo por el hecho de existir.
Era el mes de ir, los cuatro sábados, a pedirle perdón al Señor de los Milagros, Cristo Moreno, Señor de Pachacamilla, Cristo Morado, Señor de los Temblores, Cristo de Maravillas: perdóname por aquello que no sé qué hice y te juro que no lo vuelvo a hacer.
La culpa impropia me la comí hasta los 14 años. Levantarme a las tres de la madrugada todos los sábados de octubre, ponerme un detente del Corazón de Jesús en el bividí y ser el único niño del colegio que iba con corbata morada durante 31 largos días.
No éramos los únicos del barrio. Estaba también la señora Paredes (quien pedía siempre por su hijo para que deje la droga); el señor Urrutia pedía por trabajo, miembro de la cuadrilla, y nos daba acceso a zona preferencial al costado del anda, lo que en lenguaje de conciertos sería la zona ultra-VIP; la señora Gálvez, que era sahumadora; y por último, el ilustre señor Salvatierra, quien se creía la última chupada del mango por ser uno de los cargadores principales del anda de plata, cuyo peso es nada más y nada menos que 1,200 kilos. Y ahí, en medio de esa “people santísima”, mi viejita y yo (que pedía por no volver nunca más a esa tortura china).
Cuatro de la madrugada. Ya estábamos en el jirón Huancavelica, cuadra cinco; para ser más exactos, en la iglesia Las Nazarenas. Nos ubicábamos estratégicamente en el sector preferencial y comenzaba el espectáculo de la culpa. Algunas personas descalzas, otras llorando, padres y madres rogando para que algún miembro de la hermandad cargara a su bebito y lo pusiera frente a la imagen sagrada, mi vecina sacando de la cartera pedazos de algodón con los que frotaba la imagen y luego los repartía entre nosotros. Pedacitos de pan bendecidos, estampitas, sonaba una campana, se abría la puerta de la iglesia y así damos inicio al recorrido procesional.
Luego vendría noviembre y, por si fuera poco y no alcanzara con la fe por un santo, mi mami me endosaba una segunda peregrinación, la de san Judas Tadeo, patrón del trabajo y los imposibles. Entonces, teníamos en octubre a Carlitos de morado y, al mes siguiente, el outfit sagrado cambiaba de color. Verde y marrón indicaban la tendencia de este ritual. Cambio de detente, cambio de corbata, pero eso sí, las mismas culpas que aún yo no entendía.
Esta romería tenía otras características: se trataba de solo una salida el último domingo del mes y la obligada asistencia el día 28 a una misa. El perfil de los devotos igualmente cambiaba. Si al Señor de los Milagros lo veneran todas las clases sociales, a san Judas Tadeo lo reverenciaban fundamentalmente las clases medias.
Es decir, se trataba de una procesión con otro look. Aquí ya me encontraba con los papás de algunos amigos de mi colegio, por ejemplo, y en el caso de mi vecindario era más la gente de Linsidro (límite de Lince con San Isidro) la que asistía (lo que, por ejemplo, se hace llamar el Barrio Médico, por no decir Surquillo, o Salamanca de Monterrico, por no decir Ate Vitarte). Es decir, la gentita que come pollo y eructa pavo.
Si para acompañar al inquilino de Las Nazarenas nos vestíamos casi andrajosos para que no nos roben, aquí mi mamá me obligaba a usar mi ropita de domingo, porque no vaya a ser que nos encontremos con su jefe, el señor Gutiérrez.
Al adentrarnos en Barrios Altos nos encontrábamos con la procesión de san Martín de Porres (el santo de la escoba), de los hermanos dominicos. A golpe de 2 de la tarde ya era hora de darse media vuelta y comernos un chifita en la calle Capón, bajarla paseando por el Mercado Central y luego caminar hasta la avenida Abancay y esperar el Mangomarca o la 9, que nos dejaba en la esquina de la casa oliendo a sahumerio por todos lados.
De pronto, con el pasar de los años, me fui contagiando del concepto mal entendido de fe que manejaban mis vecinos. Es decir, dícese del acto de no mover un dedo por mi vida y esperar que pasen cosas mágicamente. Si ocurre, “gracias, Diosito”; si no ocurre, “por algo será, está en manos del Señor”. Si así funciona la cosa, pues yo pedí pasar de año sin estudiar, lo que en segundo de media no me funcó en absoluto y llevé tres cursos al vacacional en marzo.
Mis ilustres vecinos, seres de fe, seguían en las mismas al pasar de los años: el señor Urrutia (que pedía por trabajo) leyendo su diario en la banca del parque por las mañanas, y por las tardes jugando ajedrez también en el parque; la señora Gálvez (que oraba por un mundo mejor) llevando y trayendo chismes a diestra y siniestra; el hijo fumón de la señora Paredes apareció en el noticiero como parte de una banda no necesariamente musical, y la desilusión de la década fue ver en el parque, unas cuadras más allá de mi casa (parque Castilla), al señor Salvatierra besándose con otra señora que no era su esposa. Todos menos usted, que era el miembro honorario de la Hermandad, el que estaba más cerquita de la imagen porque la cargaba, el que nos hacía entrar a la iglesia porque era un hombre respetable. ¡¿Por qué usted?!
A los 14 años me planté frente a mi vieja y ese primer sábado de octubre de 1988, ya con las orejas perforadas porque usaba aretes, la cabeza rapada estilo punk y unos cuantos alfileres en el polo, le dije: “NO MÁS. Yo no tengo por qué ir a pedir perdón por algo que no hice, que no tengo idea de qué se trata, que no me invitaron al juego. Dime por qué me obligas a esto”. Un silencio largo entre mi mamá y yo en ese momento, un rostro acongojado y luego una confesión sincera: “Porque yo le pedí al Señor de los Milagros que tú no salieras como tu papá, con labio leporino, y no quería que sufrieras como yo sé que él sufre. Y a san Judas Tadeo vamos porque ese año atropellaron a tu abuela y murió; entonces, le pedí que me diera un motivo para vivir y quedé embarazada de ti. Así que yo les ofrecí que, si me concedían esos milagros, yo en agradecimiento te iba a inculcar la fe por ellos”.
Vamos, mamá, a la procesión; no vaya a ser que lleguemos tarde. Pero este que sea el último año. Los milagros están largamente saldados. De aquí en adelante, me hago cargo yo de mi vida y a los santos les pediré que me acompañen, pero quien decide soy yo.
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