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Ni una bodega menos*
“Yo quiero vivir en una ciudad de verdad y no en una franquicia urbana. Yo quiero una ciudad rebelde que no se deje destruir”.
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Yo no quiero vivir en una ciudad genérica. No quiero vivir en una ciudad en la que no importa adónde vayas, todo será igualito. Una ciudad en la que todos tomamos el mismo café, vemos las mismas películas, usamos la misma ropa, viajamos en el mismo taxi y compramos en el mismo sitio. Una ciudad sin diferencias. Una ciudad sin alma.
Yo no quiero vivir en un lugar donde todo sea previsible. Donde todos los días salgamos hacia los mismos sitios y hagamos las mismas cosas, una y otra vez, una y otra vez, una y otra vez hasta apagarnos de aburrimiento. Yo no quiero vivir en una ciudad sin emociones, sin sobresaltos, sin sorpresas. Yo no quiero vivir así.
Sin embargo, parece que hacia eso vamos. Ciudades iguales. Ciudades genéricas. Ciudades en las que las tradiciones no resisten, se diluyen tan rápido como una casa al transformarse en edificio. Ciudades en las que los niños ya no pueden ni siquiera salir a pedir caramelos la Noche de Brujas pues las casas cada vez son más escasas y, con suerte, se cruzan con negocios que se disfrazaron de calabazas y les entregan unos pocos dulces: pero solo uno por niño. Ciudades que se apagan. Ciudades que desaparecen.
Yo no quiero volver a cruzarme con el dependiente de la bodega de la esquina (de cualquier esquina) limpiando por última vez su local, apagando la luz y cerrando la puerta. Yo no quiero volver a escuchar que me cuenten que fueron 40 años de su vida atendiendo desde ese mismo aparador a esos mismos vecinos a quienes conoce desde siempre. Yo no quiero volver a ver las lágrimas contenidas en sus ojos filtrándose hacia dentro de su corazón. Yo no quiero volver a ser testigo de cómo esquiva nuestra mirada y se distrae buscando la cerradura de la puerta metálica que abrió y cerró todos los días, todos los días por 40 años. Yo no quiero que perdamos otra bodega, otro negocio de barrio, otro proyecto de vida.
Yo no quiero volver a cruzarme con el dependiente de la bodega de la esquina (de cualquier esquina) limpiando por última vez su local, apagando la luz y cerrando la puerta. Yo no quiero volver a escuchar que me cuenten que fueron 40 años de su vida atendiendo desde ese mismo aparador a esos mismos vecinos a quienes conoce desde siempre. Yo no quiero volver a ver las lágrimas contenidas en sus ojos filtrándose hacia dentro de su corazón. Yo no quiero volver a ser testigo de cómo esquiva nuestra mirada y se distrae buscando la cerradura de la puerta metálica que abrió y cerró todos los días, todos los días por 40 años. Yo no quiero que perdamos otra bodega, otro negocio de barrio, otro proyecto de vida.
Yo quiero una ciudad con identidad, con dignidad y con resistencia. Yo quiero una ciudad diversa, una ciudad vibrante. Una ciudad que se transforme, sí, pero que se respete. Una ciudad que reconozca sus valores y los proteja, una ciudad que acompañe la evolución de sus ciudadanos y se adapte a sus necesidades, pero que lo haga sin perder su esencia. Yo quiero que mi ciudad siga siendo mi ciudad y que, aunque cambie, mantenga su carácter. Yo quiero vivir en una ciudad de verdad y no en una franquicia urbana. Yo quiero una ciudad rebelde que no se deje destruir.
*Este es un homenaje a la bodega El Peruanito –hasta hace pocos días ubicada en la cuadra 3 de Enrique Palacios– y a todas las otras bodegas que vamos perdiendo, pues con ellas se va un pedazo de todos nosotros y de nuestra ciudad.
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