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Colabórame, contribuyente
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Los impuestos se negocian. Se llaman impuestos porque al principio el vencedor los imponía como botín de guerra. Luego, por mandato divino, reyes e iglesias los imponían a sus pueblos. Fue un modo de gobernar. Hace 800 años llegó la civilización. Fue con Juan sin Tierra, en la Inglaterra de 1215. Rey pobretón. Pobre de espíritu por tratar de quitarle el reino a su hermano Ricardo Corazón de León, mientras peleaba en las cruzadas. Pobre de dinero, porque lo malgastó en guerras que perdió contra Francia.
Ante esa miseria, los señores feudales forzaron un contrato que establecía, entre los derechos que el rey se obliga a respetar, que “no puede aumentar los impuestos sin la aprobación general de nuestro reino”. Conocido como la Carta Magna, el contrato se convirtió en la madre de todas las constituciones. Desde entonces, el Ejecutivo propone el presupuesto y el Legislativo aprueba los impuestos para financiarlo. Por tanto, los impuestos no se imponen, nacen de una negociación política entre los poderes públicos de los Estados modernos.
Hoy la negociación es mayor. Los contribuyentes pueden exigir que la administración califique previamente si una operación determinada está gravada, si el precio es el de mercado, si el esquema previsto es lícito.
Convenios anticipados se llaman. También se negocia la deuda, para no perder tiempo y dinero en procesos largos. Pero eso no es así en el Perú. ¿Queremos modernizarnos para entrar a la OCDE? Habrá que hacerlo con todo, incluyendo lo que favorece al contribuyente.
Para empezar: ¿por qué se sigue acotando tributos por la forma y el detalle y no por la sustancia y la realidad? ¿Por qué no se publican los proyectos de las leyes para advertir a tiempo errores y horrores?
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