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Llegando al aeropuerto de Rionegro, me veo obligado a esperar que salga mi maleta porque al subir al avión me la confiscaron, alegando que era demasiado grande para pasarla como maletín de mano. Mientras espero, se acerca un señor algo menor que yo, claramente gay, y me conversa con amabilidad, dice que es nutricionista y vive en Nueva York y me invita a una fiesta con sus amigos.

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Jaime Bayly,Un hombre en la lunahttp://goo.gl/jeHNR

Le agradezco y declino, alegando que debo pasar la noche en la finca de un amigo. Es mentira. Voy a pasar la noche en un hotel de Rionegro, no tengo amigos en ese valle colombiano ni en ninguna parte, no me siento urgido de ir a la fiesta del nutricionista aparentemente gay que quiere ser mi amigo o hacerme bajar de peso o chorrearse conmigo. Paso. Declino. Estoy muy tío para ir a fiestas con gente que no conozco, pidiendo con desespero una aventura, una fricción, una incursión bastarda, justiciera. Mi cuerpo está tan venido a menos que no me pide sexo en ninguna de sus formas, pide reposo, una vida sedentaria, pero, cediendo a una vieja pulsión autodestructiva, lo pongo a viajar, lo subo a un avión más, lo llevo a Rionegro donde, al día siguiente, grabaré una entrevista con un político influyente, al que respeto por sus grandísimos cojones y porque se enfrentó a los patanes y malandrines del barrio con una garra insólita en los políticos del sur. Poco después se acerca un muchacho guapo, de pelo corto, moreno, vestido con un pantalón blanco ajustado y zapatillas coloradas. Me saluda, me dice que leyó ese libro y ese otro y le gustaron, me pide una foto, nos hacemos la foto, nos la hace el nutricionista, quien, con espíritu deportivo, se da cuenta de que, si he de pecar, no será con él, será con ese muchacho fornido que parece un soldado desertor. El muchacho me sorprende: dice que está dispuesto a servirme en lo que me haga falta, que no dude en llamarlo, me da su teléfono, apunto su celular en el pase de abordar porque no llevo celular ni tableta ni esas cosas modernas. Llámeme si puedo colaborarle en algo, dice el muchacho, y me sorprende su desfachatez para plantear tan graciosa y descaradamente su disposición a tener sexo conmigo, no se me ocurre otra manera en que pueda colaborarme. Gracias, te llamaré, le digo, y pienso que no me vendría mal que ese chico con aire de soldado en día de franco me colabore como hace ya años ningún hombre me colabora desde que me enamoré de ella y decidí que yo sería quien le colaboraría a ella, decidí ser hombre por un tiempo, sabe Dios cuánto tiempo más. Saliendo del aeropuerto, me reciben el teniente tal y el coronel cual, a órdenes del jefe político que me espera en su finca, y me llevan al hotel y dejan sus números por si algo necesitara en el curso de la noche. Hay una boda en el hotel, se acerca gente en estado alicorado, nos hacemos las fotos de rigor, nunca falta alguien que me recuerda lo gordo que estoy. Nada que objetar, así son las cosas, es un hecho, mi panza de helados de lúcuma es un hecho cierto, irrebatible. No está mal el hotel, es un hotel campestre, dotado de las comodidades mínimas. Pienso si convendría llamar al muchacho que se ofreció a colaborarme. Veo el pase de abordar con su nombre y su número. Decido inhibirme, abstenerme. Paso. Tengo que escribir. Tengo que seguir con la novela. No debo dejarla un día, ningún día. Tengo que dormir unas horas porque mañana vendrán temprano para ir a la finca, no puedo llamar al muchacho con aire de soldado y pedirle que venga a colaborarme. En otros tiempos lo hubiese llamado, ahora las cosas han cambiado, ya no me pide el cuerpo esas fricciones desalmadas, lo que me pide son unas granadillas, una porción de mango, una pechuguita de pollo grillé. Al día siguiente me levanto con gran dificultad y me lleno de cafés y voy a la finca y paso una tarde memorable con el político. Por la noche, exhausto, subo a un avión y llego a Bogotá. Nadie me espera, así que subo a un taxi amarillo, minúsculo, y siento de pronto que mi vida se ha empequeñecido de un modo humillante. Mientras el conductor maneja escuchando una música vocinglera, siento en el hígado estragado cada hueco, cada bache, cada hendidura del asfalto bogotano. Empieza a faltarme el aire, se me había olvidado que Bogotá es alto y que estoy viejo y no es tan fácil respirar en Bogotá, no al menos para mí. Como he sentido tantas veces en otros taxis de madrugada, ese conductor podría ser un malandro y robarme, me asalta esa duda, esa posibilidad, no me da miedo, simplemente la siento en el aire y espero a que se resuelva, pero no, el conductor que podría ser un malandro no lo es y después de pasearme por algunos barrios pendencieros en los que pensé que quedaría cautivo me deja en el hotel de la calle ochenta y cuatro donde supe vivir en otros tiempos, cuando un hombre del sur venía cada tanto a colaborarme y cuando respirar no se me había hecho algo tan trabajoso. Ya en el cuarto, pido granadillas, bananas y mango y me dejo invadir por los recuerdos más tristes y luego salgo a caminar y siento un dolor opresivo en el pecho y pienso que me va a dar un infarto y voy a caer como un saco de papas en esas calles de árboles nobles, familiares. No tengo aire, pierdo el aire, se me escapa el aire, respiro pero no entra el aire, es un momento de angustia en una calle desolada donde tal vez me espera la muerte, qué muerte tan absurda, qué carajo hago allí, qué empecinamiento el mío de ir a grabar otra entrevista con un político gallardo al que respeto. Qué descuido el mío olvidar que en Bogotá el aire escasea, es esquivo, se me escapa, qué imprudencia salir a caminar de madrugada. Lo que necesito es llegar no al hotel sino, dos cuadras más abajo, a la clínica del barrio donde ya me conocen, donde saben de qué pie cojeo, cuáles son mis adicciones, tengo que llegar a esa clínica y pedir oxígeno ya mismo, de una, colabórenme con un balón de oxígeno y no me cobren en pesos colombianos, solo llevo dólares. ¿Llegaré a la clínica, a la mascarilla, al respirador, o dejaré viuda y tres hijas huérfanas de padre, siendo que dos de las tres probablemente ya se sienten así de todos modos porque soy bastante abyecto como padre? Caminando esos pasos inciertos, improbables, que podrían ser los penúltimos, suerte que la calle va de bajada, recuerdo lo grácil que era la vida cuando corría de niño como si correr fuese algo natural, algo que no costaba esfuerzo alguno, recuerdo lo fantástica que era la vida en Los Cóndores corriendo detrás de una pelota de fútbol o con mi entrenador personal al lado, acicateándome el ánimo. Cómo ha pasado el tiempo, estoy tío, estoy acabado, ya fuiste, Jaimito, el futuro no existe, es una ficción, el futuro a largo plazo consiste en llegar a la clínica y conectarme al balón de oxígeno, pero puede que colapse y desfallezca en el camino. No se suponía que respirar terminaría siendo algo tan laborioso, tan arduo, se suponía que caminar y respirar eran cosas que uno podía hacer normalmente, de un modo inconsciente, sin darse cuenta de ellas. No es más mi caso: cada paso zigzagueante y cada bocanada de aire que no llega a mis pulmones es la confirmación de que tengo una cita inminente con el frío, la quietud y la descomposición. Cruzando el umbral de la puerta de emergencia de esa clínica en la que he pasado no pocas noches de excesos, me dejo caer en una silla de ruedas y le digo a un enfermero cuyo nombre he olvidado: ¿Sería tan amable de colaborarme con un poco de oxígeno? Mientras se dispone a atenderme, y aprovechando un descuido de su parte, meto en mi boca unas pastillas y las disuelvo amargamente en la alcantarilla que es mi garganta.

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