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Los colores de Beirut
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Llevo dos días en Beirut. Llegué, junto con un equipo de periodistas, para hacer un documental y algunos reportajes sobre varias de las aristas que componen la compleja situación del Oriente Próximo: todos esos países del Asia menor que son bañados por las aguas del Mediterráneo y que enfrentan, hoy, la constante tensión entre las distintas posturas entre lo religioso y lo secular, la fricción regular con el Estado de Israel y la aparición de movimientos fundamentalistas extremos como ISIS y algunas otras franquicias de la muerte.
A primera vista, Beirut podría ser cualquier ciudad litoral europea: un centro histórico repleto de edificios preciosos y de arquitectura otomana y francesa quedan flanqueados por un malecón lleno de construcciones modernas y altas. Se escucha a gente hablando todos los idiomas y no hay por aquí ningún atisbo evidente de ese islam que reprime a las mujeres y que las coloca en una escala inferior: las libanesas caminan vestidas como prefieren, mientras se llama –cinco veces al día– a la oración desde los centenares de minaretes.
Aquí conviven suníes, chiíes, cristianos maronitas, ortodoxos y drusos bajo un sistema de control republicano de poderes que parece haber encontrado un equilibrio liberal y tolerante para tantos pueblos. La calma y la belleza, sin embargo, pueden evitar que los detalles y cicatrices que este pueblo carga consigo sean percibidos. Son cientos los edificios que todavía están medio destruidos por la guerra civil que terminó en el 90 y más todavía los rezagos del conflicto contra Israel de 2006: balas, viudas y refugiados.
Si bien el Estado libanés gobierna de manera soberana, el poder paralelo de Hezbollah es inmenso: lo que para algunos es un movimiento terrorista, para muchos aquí es un mecanismo de protección contra Israel y el ISIS. Hay distritos completos controlados por Hezbollah, una organización relativamente joven que cuenta con brazos políticos, militares, jurídicos, comerciales y sociales que parece haber llegado a un punto en el que no necesita de la legitimidad electoral para ejercer un poder que tiene de facto.
Y que muestra sin pudor. Esta es una ciudad de contrastes: de opulencia absoluta enmarcada la resaca por balas y bombas que convive con la pobreza más desgarradora en un solo lugar. En una ciudad llena de todos los colores que camuflan el más oscuro de los miedos.
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