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La concha de la lora

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A Silvia y a mí nos ha tardado una hora llegar al restaurante donde nos ha citado la diva. La diva no quería venir a nuestra isla porque es toda una diva y, entonces, nos ha conminado a verla en un restaurante que queda enfrente de su edificio. Por suerte llegamos a tiempo, encontramos parqueo y elegimos una mesa discreta para tres personas.

El restaurante es encantador, elegante, de comida italiana, estupendo servicio, el dueño un cantante famoso… Queda en un barrio de ricos y famosos que a mí me resulta odioso de toda la vida, Bal Harbour, y al que no voy nunca. La última vez que fui habrá sido hace diez años.

La diva llega tarde, no se excusa por supuesto, y lo primero que hace, con una determinación no negociable, es anunciar que quiere sentarse en el lugar donde yo me había sentado y colocado mis papeles porque se trata, digamos, de una reunión de trabajo. Silvia y yo nos quedamos pasmados por el aire despótico con que la diva me despoja de mi asiento. Naturalmente contrariado, sugiero con los mejores modales que cambiemos a una mesa de cuatro, de manera que tengamos más espacio y nadie se sienta desplazado. A la diva le parece bien, siempre que ella elija primero el lugar. Una vez que instala sus ajadas posaderas en la silla que le resulta más propicia, Silvia y yo, ya algo asustados, nos sentamos frente a ella: está claro que esta no será una charla cordial, sino un combate con un ego desmesurado, filudo.

Se pide la comida. Silvia pide rápido, como lo hace todo, avispada, espabilada, sin perder tiempo en memeces: unos ravioles, yo me voy por los ñoquis y la diva elige el pollo con ensalada. Para beber se pide vino blanco, y yo, que no puedo beber alcohol por mis males hepáticos, me repliego con una limonada.

No deja de sorprenderme la velocidad preolímpica con que la diva se irriga con vino blanco. Antes de que llegue la comida se ha alicorado ya con tres copas y no da señales de querer detenerse. Es, por lo visto, una diva alcohólica, aunque jamás lo confesaría en la televisión. Pero yo lo advierto y la imagino sola, en su departamento de ricachona de Bal Harbour, alcoholizada, ebria, viendo las telenovelas esperpénticas que la hicieron famosa hace tantos años.

La conversación se torna imposible, simplemente imposible. La diva habla sola, pregunta disparates, salta de un tema a otro sin razón ni sensatez, habla de ella y solo de ella y le importa un pepino lo que Silvia hace con su vida, aunque de pronto se propone halagarme y dice que ve mi programa de televisión (pero no le creo, porque dice que mi hijo está muy lindo y que no se lo pierde nunca; debe de ser que me ve para quedarse dormida, zampada, en bata y pantuflas, no corta de somníferos). La gente de televisión es casi toda así: falsa, mentirosa, diplomática, te dicen que te ven cuando no te ven y te dicen que eres genial cuando no te soportan, y lo curioso es que esa duplicidad proviene de unos y otros, colegas de oficio, que se odian, se detestan, si pudieran se matarían o harían que despidieran al otro del canal donde compiten. Esto me ha pasado mucho, gente que me elogia y que en el fondo, como competimos, como somos rivales dadas las circunstancias, quieren estrangularme o darme veneno contra ratas. Hasta que se asocian con otras ratas gordas y lo consiguen, y entonces son felices, sin saber que sacándome de esa madriguera de roedores me han hecho un favor, el de devolverme a la libertad.

De pronto la diva hace una escena dramática y llama al jefe de camareros y le dice en tono exento de amabilidad que el aire acondicionado la está matando y que, por favor, lo apaguen o lo bajen (tendría que haber dicho que lo suban) porque está congelada, aterida, al borde de un ataque de hipotermia. Se organiza una batahola porque lógicamente, estando en Miami, el aire del restaurante, que es grande y lujoso, no puede apagarse por el capricho de una diva y al parecer está fijado a una temperatura que no puede cambiarse a pedido del cliente. Yo, que hago televisión todas las noches en Miami, estoy acostumbrado a eso, a que el estudio es un iglú y no le puedes pedir al técnico que suba unos grados la temperatura para estar más tibiecitos.

Al final, con la diva dando espasmos de frío y echándose vino blanco para calentarse, pido la cuenta. La reunión ha sido un completo fracaso porque Silvia y yo hemos comprendido que con esa señora no se puede trabajar ni caminar a la esquina. Sin embargo, nos dan una alegría: el cantante famoso, dueño del lugar, que está en México y a quien han avisado de nuestra presencia, nos invita el opíparo almuerzo y los litros de vino que la diva se ha echado entre pecho y espalda. Como los tiempos están duros y el próximo año puede que tome un sabático (es decir, que no trabaje para la televisión y quizá no trabaje en modo alguno), acepto la invitación conmovido y prometo volver, una promesa que he de honrar, a ver si me invitan de nuevo.

Saliendo del restaurante, Silvia y yo nos despedimos de la diva y, curiosamente, en un acto de amor simultáneo e impredecible, decimos una misma expresión: "¡La concha de la lora!". Es un gran momento de amor, una coincidencia exacta e impredecible que justifica todo lo anterior.