En los últimos meses, la violencia en Lima (y en el país) ha alcanzado niveles alarmantes. Las declaraciones del jefe de la Morgue Central de Lima sobre la cantidad de cadáveres que ingresan a sus instalaciones, producto de asesinatos violentos, nos obligan a reflexionar sobre la crisis que atraviesa nuestra nación. Los asesinados, aquellos que ya no tienen voz, están hablando a través de estos hechos trágicos; evidenciando una realidad que la ciudadanía tiene presente y que las autoridades no pueden seguir ignorando. La criminalidad ha tomado nuestras calles, pero el Estado parece incapaz de dar una respuesta efectiva que garantice la paz y seguridad que tanto anhelamos, pues, la verdad, es que no quiere atender el problema.
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Este aumento de la violencia no es un fenómeno aislado, es el reflejo de un sistema que ha fallado en proteger a sus ciudadanos. No solo hablamos de la delincuencia común, sino de un entramado mucho más complejo, en el que la extorsión y la corrupción han tejido una red de mafias que operan tanto en las calles como en las esferas del poder. La respuesta del Gobierno no ha estado a la altura de las circunstancias y no parece haber visos de mejora. Mientras la extorsión sigue afectando a todo tipo de ciudadanos —desde pequeños empresarios hasta profesionales—, la ciudadanía ve con creciente desaprobación la inacción del Ejecutivo y del Congreso, cuyo malestar se refleja en las cifras de las encuestas políticas.
Los reclamos de la población son claros. El descontento se hace evidente en los paros, las protestas y las exigencias de justicia que resuenan en las calles de todo el país. Perú está cansado de vivir con miedo, de ser rehén de organizaciones criminales que han hecho de la violencia su medio para preservar poder. Cada asesinato, cada caso de extorsión, cada vida perdida son una prueba más de la falta de voluntad política para abordar la raíz del problema.
Los muertos están hablando y su mensaje es contundente: estamos hartos. No se trata únicamente de una crisis de seguridad, sino de una crisis moral, en el que los intereses de unos pocos prevalecen sobre el bienestar de la mayoría. Los espacios donde deberíamos sentirnos seguros han sido hipotecados por quienes deberían protegernos.
Es momento de actuar. Como sociedad, no podemos seguir esperando que la solución venga del Gobierno. Los paros son una de las maneras en las que se alza la voz y se exige rendición de cuentas, y esto debería unirnos en la construcción de una ciudad y un país donde la vida sea lo más valioso. No podemos permitir que la violencia defina nuestro futuro. Los muertos hablan y es nuestra responsabilidad escucharlos y responder con acción, compromiso y unidad.
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