El Jurado Nacional de Elecciones ha presentado un proyecto de ley de reforma política y electoral que propone que directivos y fundadores de un partido político no deban tener condenas firmes por una serie de delitos. La lista incluye una nutrida tipología: terrorismo, apología al terrorismo, tráfico ilícito de drogas, violación de la libertad sexual, colusión, peculado, corrupción de funcionarios, tráfico de influencias o enriquecimiento ilícito.
Todos ellos delitos graves, es verdad, pero no los únicos de ese calado que figuran en la lista del Código Penal. Por ejemplo, el homicidio; tan grave o más que los mencionados.
Según la iniciativa del JNE, que podrá ser muy académica, pero resulta peligrosamente insuficiente, un político que recibió sentencia por haber asesinado a policías o a cualquier otro peruano quedaría excluido de la norma. Hasta uno que vaya anunciando en plazas públicas que fusilará a quienes considere enemigos del Perú podría tener luz verde para avanzar en su camino a Palacio.
Y el Jurado, porque todo hay que decirlo, no está solo en este llamativo “chispoteo” con respecto a candidatos prontuariados y condenados. Porque, si en el ente electoral se aprobó cándidamente la inscripción de un partido denominado A.N.T.A.U.R.O., en el Congreso se promueven no pocas las leyes con nombre propio, también en materia electoral.
Como se recordará, en julio pasado, el Pleno no llegó a aprobar la ley que prohibía que, en general, cualquier sentenciado por esos mismos graves delitos del proyecto del JNE –pero que incluían, además, el de homicidio– pudiera postular a cargos públicos, incluyendo la presidencia de la república. Sin embargo, por insólita falta de consenso entre las bancadas, a la que se sumaron mezquinos intereses partidarios, se decidió devolver la iniciativa a la Comisión de Constitución. Y ahí espera hasta el día de hoy.
La propuesta del JNE presenta, asimismo, otra omisión de importancia. Habla de dirigentes partidarios, pero no de candidatos y, como se sabe, cualquiera con poder o dinero podría terminar comprando una de las tantas franquicias políticas que fungen de partidos y lanzarse como candidato sin necesidad de ser directivo o fundador.
En suma, ya no son solo los poderes Ejecutivo y Legislativo los que demuestran, una y otra vez, su desprecio por las formas democráticas: en las instituciones que supervisan los procesos electorales, además, parecen estar acostumbrándose a meter la pata. Así que, como se dice en criollo, ojo con el piojo.