Camino a ser campeón mundial en México 86, Maradona metió un gol con la mano a Inglaterra. Diría que lo metió con la cabeza, que la mano fue la de Dios. No debió ser gol, pero lo celebramos porque era una pendejada perfecta. Se marketeó como la revancha de los muchachos de Las Malvinas y del Belgrano, sacrificados cuatro años antes por una dictadura militar que buscó una guerra absurda para quedarse un tiempo más. Se fueron derrotados y Raúl Alfonsín llega a presidente con una propuesta que quiso ser verdad: con democracia se come, se cura y se educa. Pero no pudo remontar el desastre que dejaron los militares, la economía retrocedió más del 25% y se disparó la inflación. Ese gol fue un alivio. Los argentinos se olvidaron de la pobreza de esos años, solo recordarían la mano que Dios le prestó a Maradona. Por aquí, cuando aún era peruano, Dios también le prestó la mano a Raúl Ruidíaz para el gol que nos permitió eliminar a Brasil y avanzar a cuartos en la Copa América 2016. En aquel tiempo, Kuczynski había ganado la presidencia y Keiko el Congreso. El mundo nos veía con envidia: el Perú seguía creciendo y dominaban las fuerzas promercado. Sin imaginar la crisis política que vendría, nosotros también vivimos la gloria fugaz de un gol trucho.
En estos tiempos de ética, buen gobierno corporativo, transparencias y juego limpio, Maradona y Ruidíaz serían repudiados por traferos. Sin embargo, ahora mismo, celebramos fraudes similares; el que sufren los funcionarios, sacrificados para condenar a Toledo, por ejemplo. Nos vanagloriamos de ser el primer país que condena a un presidente por lo de Lava Jato. La verdad: Toledo fue coimeado, no cumplió todo lo que ofreció, no le pagaron la coima completa y se le escuchó reclamar: “Oye, Barata, paga, pues, carajo”. Pero no se le puede condenar por esa coima porque el delito ha prescrito. Por eso, los fiscales le inventaron el delito de colusión. Pero, como para eso se requiere más de uno, tuvieron que arrastrar a Alberto Pasco-Font y Sergio Bravo, integrantes de un comité especial de Proinversión para la concesión de la carretera al Brasil por Madre de Dios (IIRSA Sur), que se le adjudicó a Odebrecht.
La colusión requiere que concurran tres supuestos. Que sean funcionarios públicos con capacidad de decidir; ninguno lo era, Toledo estaba muy arriba y los funcionarios muy abajo; quien decidía era el comité directivo de Proinversión. Que se coludan con los beneficiarios; sucede que Odebrecht (Barata) ha declarado que los funcionarios les pusieron tantas exigencias técnicas que decidieron no pagarle toda la coima a Toledo, porque nadie le hacía caso. Las empresas asociadas a Odebrecht declararon que nunca se reunieron con los funcionarios. Tomen nota de que todos son colaboradores eficaces que deben decir la verdad o van presos. Que, por último, haya perjuicio contra el Estado; acontece que, contra todo pronóstico, el contrato no generaba beneficios; las utilidades se lograron mucho después, con las adendas y los arbitrajes, conseguidos con otras coimas a otros, cuando Toledo y los funcionarios ya no estaban en el Estado. No se cumple ninguno de los tres requisitos, pero el juzgado los ha condenado, actuó como un apéndice de los fiscales, no quiso complicarse y le sopló la pluma a la Corte de Apelación.
Si seguimos el derecho, los fiscales tendrán que buscar la condena de Toledo solo por lavado de activos. Legalmente es posible, pero la acusación requiere de un delito fuente que explique el origen sucio del dinero, que es el que se quiere lavar. Allí está el detalle, porque la colusión no va y la coima ha prescrito. Ese es el problema central de los fiscales, porque han querido condenar a Toledo como fuese y, en ese afán, no han respetado la honra de los funcionarios, vejados a sabiendas de que eran inocentes, solo para tapar las grietas que tiene su acusación. Paladines tampoco son, porque se obsesionaron con Toledo (coima por 35 millones) y perdonaron a Odebrecht (ganancias por cientos de millones) solo para tener las pruebas que no pudieron conseguir. Aunque Toledo merezca ser condenado, no puede serlo a costa de la inocencia de Pasco-Font y Bravo. Los goles con la mano no valen en el fútbol ni en la política, menos en la justicia.