En el Perú, siempre habrá víctimas que aguardan justicia. Vidas segadas por la violencia doméstica, la inseguridad ciudadana y el crimen organizado. Destinos cruelmente sellados en protestas callejeras, tribunales y cárceles. Generaciones desperdiciadas por el egoísmo y la codicia de políticos siniestros.
Y luego están las víctimas de la pandemia. No me refiero a aquellas cuyo destino inevitable quizás era contagiarse y morir de una peste que cobró millones de vidas en todo el mundo. Hablo de aquellas que pudieron evitarse si hubiésemos tenido un presidente y un ministro de Salud medianamente competentes y con un gramo de decencia o amor al prójimo, o temor de Dios. Hablo en particular de los héroes de la primera línea de lucha contra el COVID-19, que arriesgaron sus vidas para que el país no se detenga: profesionales de la salud, Fuerzas Armadas y Policía Nacional del Perú; bomberos, trabajadores penitenciarios y de limpieza pública; personal en bancos, farmacias, deliveries; agricultores, mineros y pescadores. En las horas más oscuras, mientras el país se hundía en una horrenda cuarentena, ellos salieron por nosotros, desprotegidos, poniendo en riesgo su salud y la de sus seres queridos. Mandarles a tomarse pruebas rápidas serológicas, que no servían para descartar contagios, fue un acto de la mayor crueldad. Con un sistema de salud incapaz de atenderlos, eso fue enviarlos al cadalso. Decir que ningún país estaba preparado para enfrentar la pandemia es falacia de débiles y mediocres. Afirmar ante el país, que esas pruebas eran equivalentes a las moleculares, una vergonzosa mentira. Decir que Trump se había comprado todas las PCR y que no había más laboratorios capaces de procesarlas, un cobarde engaño. Muchos afirman que la compra de pruebas rápidas serológicas fue un acto de corrupción. Puede ser, pero yo sostengo que la decisión de usarlas, aunque fuesen regaladas, constituye homicidio doloso. Un crimen que no merece perdón ni olvido.
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