En una conversación entre jueces norteamericanos a propósito de la libertad de expresión, uno de ellos afirmó que “un principio no es un principio hasta que no pagas un precio por sostenerlo y defenderlo”. ¡Totalmente de acuerdo! Si solamente lo invoco cuando lucho por y para quienes son los míos, o en situaciones en las que su aplicación daña a quienes no me simpatizan; y lo socavo o me pongo de costado cuando beneficia a mis adversarios o daña a los grupos a los que pertenezco… entonces, soy un hipócrita.
Si estoy dispuesto a aplicar un principio y realmente creo en él, debo aceptar que muchas veces la realidad me va a ser inconveniente, desagradable, eventualmente dolorosa. Si no, pues, soy miembro del club al que pertenecía Groucho Marx. En la actualidad parece ser el club más numeroso.
¿Quiere decir que se ha perdido el sentido del bien y el mal? No necesariamente. Tiene, también, mucho que ver con las circunstancias en las que se resuelve los problemas, se negocia acuerdos, se produce leyes: lo esencial es obtener un resultado, lo más rápido posible. El respeto a procedimientos y protocolos es considerado una debilidad, un preciosismo, una pérdida de tiempo, en el mejor de los casos ilusa, y en el peor, estúpida. Que se trate de la interpretación de una norma legal, de o el número de seguidores con sus respectivos likes, es lo mismo: concentración absoluta en el resultado, el mejor para mí, el peor para quienes están al frente (no necesariamente en otro partido político u otra empresa. ¡También puede ser la casa en la otra vereda!).
Y en cuanto a los espacios en los que se discute, el asunto no es revisar opciones, escuchar posiciones, resolver diferencias, sino expulsar al otro del escenario, sacarlo de la carrera. Cancelamos, como se dice ahora, no conversamos; posteamos, no argumentamos; no disentimos, destruimos; no convencemos, boicoteamos. Y si podemos impedir que quien piensa distinto hable, mejor. Es, en fin de cuentas, una manera de tener el monopolio de los principios, sin costo alguno, sin sacrificio, sin demora.
No es fácil ser maestro —ni arbitro, ni moderador— en esas circunstancias. No hablo acá de instrucción o espectáculo sino de educación, ni de conductores iluminados sino de modelos, ni de barras bravas o hinchas sino de estudiantes. ¿Cómo promover el aprendizaje cuando todos parecen estar tan convencidos de tener razón y el amor por la respuesta supera, de lejos, la pasión por la pregunta?
No estar dispuesto a pagar el costo de nuestros principios tiene otro nombre: impunidad.
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