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El vecino

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El balcón de mi cuarto daba de frente al jardín del vecino. La casa no era muy antigua pero los viejos árboles que la rodeaban recordaban los árboles de las haciendas del sur. Yo observaba al vecino salir en su coche descapotable. Temprano en la mañana, alguna vez al mediodía y ocasionalmente lo pillaba, vestido de traje oscuro, saliendo de noche rumbo a alguna fiesta o a alguna cita. La existencia del vecino me fascinaba, me quitaba el sueño. A los 17 años aprendía cómo era la vida de un hombre mayor —porque el vecino me doblaba en edad—. Su aspecto de conquistador empoderado, aunque entonces no existía ni la expresión ni el concepto, lo hacía irresistible a mis ojos. Era todo lo que yo no era. Hombre. Rico. Libre.
A veces permanecía agazapada en el balcón hasta que el carro desaparecía y entonces, me quedaba mirando la casa a mis anchas, quieta y aparentemente vacía, los muros blanqueados con cal que interrumpían un par de portones imponentes con tachones de bronce. Fantaseaba en cómo sería la vida detrás de los muros de esa casa, chata y baja y muy extendida con los techos cubiertos de buganvillas. Fantaseaba con saltar la tapia y recorrer el jardín hasta encontrar su cuarto. Fantaseaba con entrar en su cuarto y ver su ropero. Y su baño. Y tocar su máquina de afeitar.
Pasó un año y lo conocí por casualidad. O por error. Le habían pedido que pase por la casa a recoger a una prima. Cuando llegó la prima se había metido a la cama con un berrinche descomunal y rehusó bajar. Lo recibí yo muy formalita en el salón con todas las luces encendidas. Nos sentamos frente a frente en una charla donde balbuceé y no paré de alisarme la falda, las manos húmedas, la garganta seca pensando todo el tiempo que debí ponerme otra cosa que ese vestido pasado de moda. Creo que le di pena. Él me miraba muy serio, como si yo fuera alguien importante, y al despedirse esbozó una sonrisa y me invitó a salir al día siguiente. Me pasó a buscar en el coche descapotable oliendo a cuero nuevo. Al entrar y cerrar la portezuela sentí que mi sueño empezaba a cumplirse. Comenzamos a salir más o menos seguido, y de golpe me enamoré.
La cosa duró solo unas pocas semanas, al cabo de las cuales yo terminé enganchada y él terminó aburrido. Se movió a otra conquista y mi reacción fue meterme dentro de una tina de agua y llorar durante una semana. Un mes después nos mudamos lejos. Me quedé fantaseando con su casa, una fantasía que se volvió más fuerte por ser inalcanzable.
Años más tarde lo volví a encontrar en una fiesta de Año Nuevo. Se había casado mal y arruinado peor. La casa la habían echado abajo. Tuvimos una breve aventura y preferimos quedarnos con una larga amistad. Desaparecida la casa, mi fantasía había desaparecido con ella.

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