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Empatía, la gran ausente
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Las reacciones en redes sociales a mi columna de ayer –y a otras similares publicadas en otros medios– han reafirmado que hay algo muy podrido en nuestra sociedad. Ya sé que se gana poco haciendo caso a lo que se diga por ahí, donde muchos se envalentonan y se sienten protegidos por la distancia virtual para vomitar lo que nunca dirían en la cara de otros, pero es imposible desatender tanta crueldad. Escribí sobre el injusto e inhumano cargamontón contra la madre de la pequeña de 4 años que fue violada y asesinada, pero cientos reaccionaron con la violencia que habría esperado si mi defensa hubiese sido al violador. A pesar de que se trata de una mujer que ha pasado por el horror indecible de perder una hija, parte de la tribuna parece haber ya decidido que debe, además, ser linchada.
En tiempos tan violentos, estoy convencido de que la reforma más efectiva será aquella que logre traer algo de empatía entre nosotros. Esto no tiene que ver con principios económicos o tonos políticos, sino con la capacidad de ponernos en los zapatos de quien tenemos al frente e intentar entender por lo que está pasando. ¿Cómo se explica, si no, que buena parte de la rabia haya sido canalizada contra la madre destrozada? No encuentro otra explicación que la ausencia absoluta de empatía, que construye expertos en señalar con el dedo, pero incapaces de ayudar a alguien cuando lo necesita. Las agresiones a esa joven madre son una manifestación de ese vicio.
Nada de esto va a cambiar solo con leyes y reglamentos, menos con discursos populacheros vacíos de contenido, sino con una reforma profunda liderada por gente que esté realmente comprometida con la construcción de una verdadera sociedad. Mientras no exista empatía y sentido de comunidad, hasta la reforma más ambiciosa caerá en saco roto.
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