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Enamoramientos
En qué momento se origina mi disfunción sexual, no lo tengo claro. Podría decir que a los catorce años, cuando me llevaron a un burdel y traté sin suerte de copular con una gorda que me dio asco. Podría decir eso y sonaría convincente, pero creo que estaría mintiendo.
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Jaime Bayly,Un hombre en la lunahttp://goo.gl/jeHNR
Porque de niño, un niño muy pío, delicadísimo, arrobado por la belleza trágica de su madre, ya me permitía unas fantasías con los chicos guapos del colegio, algo que, por supuesto, nadie sabía, nadie debía saber. Las fantasías más recurrentes, espoleadas por las revistas que me prestaban algunos de esos chicos guapos, eran con mujeres, unas mujeres espléndidas que no se veían en el cerro al que nos habíamos largado a vivir, pero, en secreto, muy en secreto, y arriesgándome a perder la comunión del domingo, a veces pensaba en algún chico de la clase y me hundía en unos placeres culposos, inenarrables. Mi madre tal vez diría que era el mal, el demonio, el pecado, yo creo que eran simplemente los genes, las hormonas. Es decir que antes de mi horrendo fracaso con la prostituta ya las cartas, me parece, estaban marcadas, era solo cuestión de tiempo que yo me enterase.
Vine a enterarme con dos primas. Ambas eran lindas y académicamente brillantes, y estudiaban en una universidad que se jactaba de ser católica, lo que entonces no me pareció una buena razón para apartarme de ella, ahora tal vez desconfiaría de una universidad que pusiera tanto énfasis en la cuestión religiosa. Presionado por las circunstancias, sentí que era mi deber tener enamorada, aun si no estaba realmente enamorado. Me declaré ante una prima y luego ante la otra, y en ambos casos mi enamoramiento fue completamente verbal y para nada sexual. Mucho hablaba, y en ocasiones besaba, pero no podía pasar a la acción porque no me hallaba en condiciones de cumplir la tarea con un mínimo decoro. El trauma del fracaso en el burdel pesaba sobre mí. Esperaba que mi cuerpo reaccionara con hombría a ciertos estímulos y, sin embargo, no registraba reacción alguna, solo una completa apatía. Aquello que debía erizarse permanecía dormido, confirmando mis peores presagios. Las primas no tardaron es deshacerse de mí y buscarse a otros que supieran emboscarlas con la intención pendenciera que ellas merecían. Si les preguntasen por mí, dirían que estoy muerto y, en rigor, no mentirían. Muerto estuve todo el tiempo que fui su enamorado.
El lenguaje repentino del deseo hizo que mi cuerpo se tensara tratando de dormir al lado de un amigo de la universidad. De pronto todo lo que estaba adormilado despertó con unos bríos insensatos. No era de él de quien debía enamorarme pero, sin darme cuenta, había terminado viviendo en su casa, durmiendo en su cama, duchándome a su lado, mirándolo con fascinación mientras él hacía pesas, y ahora, maldita sea, parecía una pesadilla, mi cuerpo se arrojaba sobre el suyo y le pedía guerra, acción, roces, fricciones. No fue posible, no me tocaba en suerte, no podía ser verdad tanta belleza, la cruda realidad se encargó de desmentir tamaña fantasía. Hubo que sumar un fracaso más, pero esta vez mi cuerpo había hablado de una manera tan viva y sediciosa que todo lo demás, la pretensión de que podía ser un hombre en apariencia normal, había quedado destruido. Qué habría sido de mí si aquel enamoramiento tan súbito hubiera sido correspondido, no lo sé, imposible saberlo. Quizá no me hubiese casado, no hubiese tenido hijas, hubiese sido el novio feliz del amigo que no quiso ser mi novio y por las dudas dejó también de ser mi amigo, había que desmentir las habladurías apartándose de mí. Lo que ahora sé con seguridad es que en aquel momento me enamoré por primera vez, y no con palabras, porque ese amor no podía nombrarse, sino con todo el cuerpo afiebrado de un deseo que parecía encenderse en las entrañas, en las tripas, en la boca de la garganta, no en el corazón. El amor era eso: toda la noche desvelado, mirando un cuerpo viciosamente apetecido.
Tal vez no exagero si digo entonces que primero me enamoré de un hombre, aunque ese amor no fue correspondido. A ese enamoramiento siguieron otros, más breves, menos intensos, con otros hombres, siempre con hombres. Parecía que mi destino sentimental era cosa de hombres.
No alcanzo a comprender las razones por las que me enemisté de un amigo del que me había enamorado y al que me había entregado con una pasión insana, y pasé a enamorarme de una mujer. Las cosas simplemente ocurrieron así. Lo cierto es que ese hombre y esa mujer habían sido novios y yo terminé siendo novio de ambos, primero de él, luego de ella, el fruto de la discordia, y, llorando malamente porque no era posible entregarme a los dos sin que alguien se sintiera traicionado, me fui con ella, me casé con ella, tuve hijas con ella, pasé el resto de mi juventud con ella, hasta que ya luego nos cansamos y nos divorciamos y, una pena, pasamos a ser adversarios. Todos los años que estuve con ella, que fueron ocho, parecen pocos pero no lo son, le fui fiel y no estuve sexualmente con nadie más. Qué tranquila y conveniente habría sido la vida si hubiese podido ser feliz con ella, mi esposa, la madre de mis hijas. No se pudo, no me tocaba en suerte, no pudo ser verdad tanta belleza, la cruda realidad se encargó de desmentir tamaña fantasía. Mi cuerpo (mi madre diría que era el diablo, el mal incubado) me pedía un hombre de mala manera y tal cosa acabó por destruir la vida matrimonial.
Con los años me permití finalmente un enamoramiento bien avenido, juiciosamente correspondido, con un hombre al que casi le doblaba la edad y parecía mi hijo o mi hermano muy menor. Por un momento pareció que allí me quedaría hasta el final. No había quejas por mi parte, era un novio cumplidor. Ocho años estuvimos juntos, buscándonos en lugares improbables, atizando la llama del deseo. Me dicen que él me engañaba con otros, lo bueno es que entonces no lo supe y pensé que nos bastábamos. Al final no sé si ya estaba cansado de él o de tomar un avión para ir a verlo, lo cierto es que nos fuimos alejando porque él no quería viajar para verme y yo no quería viajar para verlo, y esa pereza o esa desidia o esa apatía acabó por alejarnos para siempre.
Porque yo, quién lo hubiera dicho, todavía me sorprende cuando lo cuento, me enamoré de pronto y como un perro de una chica que parecía mi hija o una amiga de mi hija. Es decir que cuando tuve esposa quise tener novio y cuando tuve novio que casi era esposo (no llegó a ser mi esposo porque no pudimos casarnos, quién sabe si nos hubiésemos casado de haber sido posible) quise tener novia, y entonces descubrí que uno siempre quiere tener lo que no puede, lo que se promete y encubre, lo que parece prohibido, inalcanzable. Ahora estoy casado con ella y soy feliz con ella y, sin embargo, todo hay que decirlo, mi cuerpo, siendo enteramente de ella, es también de un hombre, lo malo es que aún no lo he conocido.
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