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Escribir cansa
Qué bueno sería poder volver a escribir como escribías a los 20 años.
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Quisiera volver a escribir como escribía en 1988, cuando el dibujante Juan Acevedo me condenó a teclear por toda la eternidad aquel malhadado día en que me dijo que mis historietas tenían demasiado texto y que por qué mejor no escribía directamente y me ahorraba la molestia de dibujar, terminando así —de un solo plumazo— con mi promisoria carrera de humorista gráfico. No sé si debería agradecérselo o demandarlo por daños y perjuicios porque me tomé su consejo tan al pie de la letra que nunca más volví a dibujar ni siquiera un ocho de esos que se convierten en gatito y me pasé –sin dudarlo– al sufrido oficio de contarle historias al prójimo prescindiendo de las figuritas, tan importantes a la hora de hacerles el cuento atractivo. “Esto será la mitad del trabajo”– pensé, pobre iluso, sin saber que escribir, al final, resultaría siendo doble chamba porque dibujar se me hacía menos yuca que describir. Y como el que leía tenía que poner de su parte imaginándoselo todo, escribir debía ser, pues, palabras mayores. Una cosa jodidísima. Y vaya que lo es, pero entonces –si la memoria no me falla– era más fácil que tomarse un té porque entonces era chibolazo y leía única y exclusivamente autores que no me aburrieran, autores como Alfredo Bryce o como Cabrera Infante, que eran el cague de la risa, que escribían como hablaban, que escribían, por supuesto, en voz alta y que le daban a uno la sensación de que te conversaban porque las palabras les brotaban una tras otra tras otra sin mayor esfuerzo, casi-casi sin pensar, con absoluta facilidad y felicidad. Así hubiera querido escribir yo siempre, sin demasiada pompa, ni pose, ni flores de rábano ni perejil picado, escribir naturalmente, como quien no quiere la cosa, como quien dice oralmente, como quien se come un pan.
Qué lindo hubiera sido, pero no, porque los años pasan y cuando te pones a revisar las huevadas que escribías –tan cándidas, tan siúticas, tan pánfilas–, te relees y te asombras y dices puta, qué pena que ya no escribo así, qué pena que ya no creo en eso, qué pena que perdí la mística, qué pena que ya no soy ese y no solamente que ya no lo soy sino que ni siquiera me le parezco remotamente porque ese broder que otrora eras tú escribía legendarias cojudeces con fruición, con pasión, con ilusión mientras que ahora –desde hace diecisiete años o dieciocho, no me acuerdo, desde que existe este periódico, sin ir más lejos– esperas dolorosamente a que llegue el sábado –el día que todos aguardan con impaciencia menos tú– para sentarte frente al puto teclado aunque solo sea una vez por semana para fecundar, para engendrar, para incubar, para gestar, para dilatar, para pujar, para parir alguna clase de monstruo más o menos hórrido e infecto. Y escribir entonces deja de ser un placer para convertirse en un sangriento parto de erizos mellizos y tú dices puta pero, ¿qué pasó? Si yo antes escribía como quien tararea, como quien canta, como un pulpín travieso que se vacilaba llenando los cuadernos de atrás para delante con poemillas y citas citables y dibujitos de sunsets y pichulitas y ahora, nadie sabe cómo ni por qué, escribir se transformó en una obligación pesada, casi burocrática, una penitencia que trato de postergar con todos los pretextos habidos y por haber desde que amanece el sábado y empieza la tortura de pensar hoy tengo que escribir, maldita sea, no tengo ningún tema, no tengo ningún rollo, no tengo ninguna idea, no tengo ninguna gana de escribir nada, maldita sea, y te pones a buscar en las revistas, en los libros, en la tele, en los voyeurs que pasan volando en parapente por tu ventana o en el Instagram de un escort colombiano, alguna imagen que te sirva como punto de partida y te preguntas por qué, por qué, por qué sigo llenando carillas como un desquiciado si ya sabemos que al final para lo único que va a servir este papel es para recoger los diminutos, compactos y redonditos mojones de tus cachorros que –como tanta gente– todavía no han aprendido cuál es el sitio donde hay que cagar. ¿Escribir entonces deja de ser un placer? ¿Acaso fue eso lo que dije? Pero, ¿qué me pasa?, ¿de cuándo acá es un placer? Para nada. Es exactamente lo contrario. Odio escribir, me tiene hasta los cojones. Escribir es cosa del demonio, créanme, por las huevas es. Escribir cansa.
Escribir cansa porque todos los sábados me propongo mil palabras como quien se propone cien abdominales, sentadillas, planchas, polichinelas porque es por mi bien, porque es lo que el médico me ordena, porque es lo que me toca, porque es lo que se supone que debo hacer todos los sábados desde el año 2002, pero luego agarro y miro a mi alrededor y todos los demás están escribiendo columnas también, opinando también, pontificando también, editorializando también y todos nos creemos que tenemos algo realmente inteligente u original o interesante o simpático o diferente qué decir acerca de Las Bambas, de Josefina Townsend o de Pedrito Moral, pero a mí lo que me asalta es la sensación de que ya está todo dicho, de que ya todo está conversado, de que –quizás con distintas palabras, más o menos rebuscadas, más o menos bien escritas– estamos diciendo todos las mismas cuatro aburridas cosas a coro, las mismas cuatro consabidas cosas al infinito, como si a alguien de verdad le interesara, como si alguien nos estuviera escuchando con atención, como si con decirlo, en realidad, algo cambiara.
Para poder escribir siquiera una página decente, para poder decir algo que otro no haya dicho ya igual o mejor o más bonito es menester agarrar un par de pinzas muy largas y hurgarse por dentro, auscultarse, autoexaminarse, escarbarse con un tenedor, con una espátula, con un badilejo. Es menester excavarse y huaquearse a sí mismo con una lampa y con un pico, revolverlo todo con una pala mecánica, ponerlo todo patas arriba con un bulldozer hasta encontrar algún vestigio de verdad que merezca la pena compartir con los demás. Y después de semejante ejercicio, uno se queda más o menos maltrecho, trajinado, amargo, malherido. Y todo eso para qué. A ver, díganme. Para recoger con cierta eficiencia las caquitas de tus perros.
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