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Atención
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Siempre ha sido un misterio esa capacidad de la mente humana para mantener en el centro del radar alguna información a pesar de la enorme competencia de otras que pugnan por desplazarla. Algunos llaman a ese fenómeno el coctel: ¿no es acaso sorprendente poder sostener una conversación con un interlocutor cuando alrededor hay decenas de personas haciendo lo mismo y quizá una orquesta ofreciendo ruido de fondo?
La metáfora del haz de luz, un reflector que ilumina una parte del escenario y que deja afuera el resto, ha sido la predominante. Los procesos de atención son como una linterna que mantiene el foco sobre una mínima parte de la realidad. La firmeza del pulso que sostiene la linterna hace la diferencia entre concentrados y distraídos.
A lo que parece, según formas nuevas de ver la cosa, lo que existe es un sistema de esclusas, alejadas de las estructuras más nuevas, identificadas con la conciencia, lo que explica la atención. En otras palabras, no es que proyectamos luz sobre aquello que nos interesa, sino que nuestro cerebro oscurece la competencia.
Todo aquello que no tiene que ver con la tarea en la que estamos involucrados –una conversación, un texto, la conducción de un vehículo– es interceptado en niveles profundos de nuestro sistema nervioso, alejados de nuestra experiencia consciente, y suprimido.
Peligroso, ¿no? Porque algunos de esos estímulos oscurecidos tan temprano podrían ser muy relevantes. Pero la mente tiene sistemas que la protegen: cada cierto tiempo, cuatro veces por segundo, relaja las esclusas, por así decirlo, permite la distracción y, de esa manera, abre el radar a un abanico más amplio de la realidad.
Nuevamente, el secreto de una adecuada relación entre nuestra mente y el mundo –interno y externo– es el balance entre tracción y distracción.
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