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Cuentos de la cripta
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Seductor como Drácula o depresivo como Orlok, ambos condes y vampiros, dominan parte de la realidad. Intuidos, atisbados, siempre temidos, nunca confirmados. Para muchos son rumores, supersticiones o exageraciones.
Lo que no admite discusión es el castillo, elegante el de Drácula, abandonado el de Orlok, como ocurre con el cuartel general de los grandes malvados, tampoco espacios opacos a la mirada de quienes se afanan en las tareas de la vida cotidiana. Más allá de salones evidentes, al extremo de escaleras tramposas se reúnen los directorios en donde se trazan las estrategias de control total.
También hay personajes que concitan rechazo, miedo, burla, recelo: Reinfeld el loco y los gitanos en la novela de Bram Stocker, el cochero del vampiro, Igor su mayordomo y el de otros villanos. Caricaturas vivientes, humanos a tiempo parcial, operadores arteros que se mueven entre lo oculto y lo que se ve. Obedecen a los amos, de quienes son mandaderos. Seducen, amenazan, colaboran, intrigan y organizan. Los dueños de la cripta están seguros de que la victoria está cerca y se pasean seguros en la noche. Pronto todo será suyo, manejado directamente, sin necesidad de esclavos —todos lo serán en breve—. Miran el reloj. Marca las 03:00, pero… Oops, estaba parado. El alba es inminente. Si no quieren ser pulverizados por la luz del sol, deben regresar a la cripta. Ya no estamos a fines del siglo XIX. Los celulares hacen de las suyas. ¡Ampay!
Los Igores no sirven y los amos están atrapados en sus féretros, mientras una larga cola de ciudadanos, cada uno con estaca y martillo, espera su turno.
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