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Viscerocracia
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No somos, como lo planteaba Aristóteles, seres naturalmente racionales. Cuando se trata de contrastar ideas acerca de cómo se debe organizar la sociedad, son las entrañas lo que manda. Sobre todo cuando el horizonte se ensombrece y nuestros radares se llenan de peligros y amenazas: no solamente la pandemia. Hay catástrofes naturales, delincuencia, racismo, autoritarismo, para mencionar unos pocos.
Las señales que vienen desde dentro de nuestros organismos se hacen más intensas y su calidad se torna esencialmente negativa. Nos sentimos frágiles, irritables e inseguros. La incertidumbre domina la mente. Lo anterior se traduce en una actividad política confrontacional, que busca respuestas sencillas, explicaciones totales, enemigos fácilmente identificables, culpables indudables.
El debate, la negociación, la tolerancia, el respeto a la minoría, el acatamiento de procesos institucionales, todo lo que distingue a la democracia, es sumergido por un torrente de emociones al servicio de atacar y defender, sobrevivir. Porque al final de cuentas, el organismo debe sobrevivir y rehúye circunstancias de incertidumbre que duran tiempos prolongados.
Cuando la anticipación de estados negativos se hace colectiva y se pierde la esperanza de que las cosas mal que bien van a mejorar, los seres humanos se dejan llevar por las turbulencias de sus emociones y pierden capacidad de autocontrol, flexibilidad, paciencia. En el mundo de la política, sus actores pierden la palabra o la convierten en arma. Al final, lo que se impone es el gobierno de las emociones descarriladas, una suerte de viscerocracia.
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