Hoy prefiero dejar de lado los graves problemas que aquejan al mundo, para centrarme en otros algo más ligeros.
España tiene previsto recibir este verano a 40 millones de turistas. Cifra pasmosa considerando que la población es de 47.
“Turista”, según el Diccionario de la Lengua Española, es la persona que hace turismo. Definición parca y tautológica, por demás.
La importancia del turismo radica en que un lugar se convierte en ese oscuro objeto de deseo que hay que visitar. A ese turista se le recibe (o recibía) bien por lo que representa: gasto, y promoción de los lugares que visita.
En la España de los años 60, el turista (especialmente “la” turista) ejerció un papel fundamental en el cambio de costumbres. La liberación de las turistas representó también la de las oprimidas españolas, y fue un detonante decisivo para que los prejuicios de los varones fueran cambiando, aceptando que unas y otros podían tener similares “modus vivendi”.
La industria turística se convirtió así, en España, en uno de los motores principales de su economía. Lo sigue siendo, pero ha empezado a adquirir unas dimensiones que afectan en lo más esencial al ciudadano medio.
Las ciudades han sido invadidas por los departamentos turísticos. Multinacionales que se dedican a intermediar en el alquiler de esta clase de residencias, construyen edificios exclusivos para este fin.
Los gobiernos empiezan a percatarse de que hay que poner límites a esta tendencia. Pero es lo cierto que el precio de la vivienda se ha disparado, y los centros urbanos, con sus viejos comercios, con sus pobladores que le daban marchamo, empiezan a perder su identidad en nombre de la masificación turística.