Las próximas elecciones norteamericanas han adquirido un rumbo inesperado gracias a la tardía decisión de Biden de renunciar a la reelección, y a la decisión del partido demócrata de proponer a Kamala Harris como candidata.
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Con ello viene a cumplirse lo que todos dábamos por hecho hace cuatro años, cuando Biden presentó a la joven Kamala (joven si la comparamos con él), como su vicepresidenta. El mensaje al electorado era claro o así parecía: “Ahora voy yo, pero a la próxima será esta mujer, a la que empiezo a preparar”.
Es posible que se tenga la errónea percepción de que, como vicepresidenta de los EE.UU., ella hizo poco. O por desinterés o por falta de oportunidades. O porque el cargo de vicepresidente está destinado a la opacidad. Sin embargo, Kamala, a decir de los observadores políticos, lleva a cabo una labor muy intensa de coordinación en el Congreso y Senado norteamericanos. Ha demostrado ser una mujer de perfil fundamentalmente conciliador. Y, ahora, de ser capaz de ganar a Trump. Trump anda con el genio superalterado por el cambio de dirección de las encuestas.
Más allá de posturas ideológicas que, en Estados Unidos, al final no son tan necesariamente opuestas (o no lo eran), ahora es posible pensar que Trump, por viejo, por desvergonzado, por racista, por… delincuente, puede ser derrotado por una mujer de sonrisa franca, inteligente, cordial, que no necesita recurrir al insulto para ganar votos. Y que rápidamente está dando a su candidatura una impronta de renovación que es sana, y necesaria.
El próximo debate televisado entre los dos promete mucho. Confío en que Trump, como Nixon ante Kennedy, sude, pierda los papeles y salga humillado y vencido.
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