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Héroes argentinos

El día comienza a esa hora incierta en que comienzan los días: pasado el mediodía pero no todavía las tres de la tarde.

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Jaime Bayly,Un hombre en la lunahttp://goo.gl/jeHNR

No sé en qué parte de la casa está mi esposa, no sé si está en la casa, no sé si mi hija menor está en la casa o ha salido acompañada de las mujeres laboriosas que la cuidan mientras duermo. No sé lo de nadie, no sé dónde están mis hijas mayores, no sé dónde está mi hija menor, confiemos en que los astros se conjuren para cuidarlas.

En ropa desastrosa y con el pelo cubierto y caminando babosamente de una manera que parecería arrastrándome, me acerco a la lavandería, me llevo las camisas limpias y planchadas, paso por el banco, saco plata del cajero y voy al correo a abrir las casillas postales y verificar que nadie me ha escrito ni ha llegado ninguna cuenta. Todas esas diligencias, esos asuntos menores, minúsculos, peatonales, ocurren despacio y en la sombra, procurando no llamar la atención.

Por suerte la atención está fuera de la isla, en un estadio en el que se juegan las finales del tenis, y por eso no me asomo a las vecindades de ese estadio en el que se reúne gente venida de todo el mundo. Los habitantes de la isla todo el año somos menos que los visitantes apiñados y acalorados en el estadio, y lo que tal vez define a los que vivimos en la isla es que escapamos de las concentraciones, los mítines, las marchas, los eventos grupales de cualquier índole. La isla no es para patriotas, es un territorio de apátridas, cobardes, renegados, exiliados, retirados, donde se llega buscando la soledad y la quietud, huyendo de las costumbres bárbaras de nuestras tribus embanderadas.

Que no se nos pida lealtad o devoción a ninguna bandera, ningún equipo, ninguna colectividad o religión, en el mejor de los casos (y eso está por verse) seremos leales a nuestras familias, nuestras apetencias individuales, nuestros caprichos, nuestros instintos, especialmente los más bajos que son los que no fallan y garantizan el placer.

No molesten entonces con el tenis, el fútbol, las intrigas políticas o las conspiraciones pandilleras de los que pelean por el poder: en la isla todo eso está vedado, descartado, dejado de lado, y como mucho se ve por la televisión con cierta apatía, sin dejar que nos ganen las emociones porque en esos juegos no jugamos nosotros, juegan otros y es bueno no olvidarlo.

En qué juego jugamos nosotros: habría que precisar primero quiénes somos nosotros, quiénes caben en nosotros. Nosotros somos todas las voces díscolas, contradictorias que se agitan como cotorras y papagayos en mi mente, esas voces juegan cuando dejo que se expresen libremente, que griten, digan cosas inflamadas, pronuncien malas palabras, embriaguen el aire con su música lujuriosa. Yo juego cuando escribo. Me encantaría jugar de otra manera, por ejemplo hacer música, pintar, cantar, esculpir, pero no he sido educado artísticamente para expresarme de ninguna otra forma que no sea la palabra escrita. Y es una forma menor, minúscula, callada, ensimismada, seguramente inferior a las expresiones musicales, pero es la única que conozco y a ella me aferro como náufrago a un caucho.

No sé si podría sobrevivir si no me encerrase a escribir, y encerrarme a escribir es un acto egoísta, envanecido, soberbio, megalómano, una manía en la que persevero porque sé que si no cumplo esas horas de confinamiento no podré luego disfrutar de nada y me sentiré vacío, enfermo, traidor, un desertor de la causa a la que fui llamado y a la que debo la vida. Nadie me llamará a escribir, ningún jefe estará pendiente de que cumpla el horario, las obligaciones, podría burlar la cita con el destino y abandonarme a los pequeños quehaceres frívolos, mundanos. Pero sé que no podría disfrutar del tenis, el fútbol ni las películas porque la conciencia estaría diciéndome tendrías que estar escribiendo en estas horas que en las que estás haciéndote una paja. Escribir es, desde luego, otra forma de hacerse una paja, pero es una que aspira a ser compartida con otros onanistas y fisgones, con miradas cómplices, y en ese sentido quizá no sea una tentativa completamente inútil y termine siendo en cierto modo memorable.

Luego del encierro uno sale redimido, purificado, con los bríos y la vivacidad y el candor de un adolescente, y siente que merece todos los placeres mundanos. Tranquilo y contento y quizás en calzoncillos o traje de baño, me asomo a las habitaciones en las que con suerte estarán mi esposa y mi hija menor.

Un rato después estamos en la piscina, tumbados en las perezosas, disparando aerosoles tóxicos a los mosquitos, preguntándonos si tendremos energías para ir al concierto de la noche. No conviene tomar la decisión en ese momento relajado, ya veremos luego, será cosa de ir improvisando y ver cómo progresa la tarde y cómo nos vamos acomodando de cara a la noche. Ese acomodo, esa toma de posición, esa postura, suele ir acompañada de algunas formas de intoxicación, envenenamiento o feliz dopaje dentro de los márgenes de la ley o buscando un resquicio, un atajo, una sombra bienhechora. Cada uno sabe mejor que nadie lo que le conviene y en qué dosis conviene para asaltar la noche con espíritu bucanero.

Ya reacomodados y con otras ropas y bien duchados y enjabonados, ya con el ánimo convenientemente modificado y azuzado y alerta, nos parece pusilánime quedarnos en casa y vamos por supuesto al concierto sin saber dónde carajo es el concierto, pero seguros de que llegaremos. Y llegamos, llegamos tarde pero llegamos, y la fortuna nos sonríe en todo momento: los boletos obsequiados que esperan en la ventanilla, los asientos inesperadamente cómodos en una posición privilegiada en la que miramos sin que nos espíen, el arte que se inventan los músicos en el escenario, los ritmos hechiceros que convocan los sentimientos más nobles, el triunfo de la música como expresión artística que une a los individuos y los pone a conspirar, apandillados, alrededor de una letra, una canción, una melodía prodigiosa: qué pequeño se siente uno como escritor fracasado cuando se descubre mudo, tartamudo, vacilante, al lado de unos músicos virtuosos que derraman su arte sobre nosotros.

Y al final de la noche estamos todos de pie, aplaudiendo, cantado, vivando al músico argentino y su banda legendaria, celebrando estar vivos, y es un momento de auténtica, insuperable felicidad. En ese momento estamos todos cantando: los músicos, la platea, los palcos, las señoras acomodadoras con sus uniformes y sus linternas y sobre todo, presidiendo sobre nosotros, inspirándonos, tan presentes en el aire, los héroes que se arrojaron al río a salvar una vida, esos hombres inmortales que viven en nuestros corazones porque en el momento de supremo valor dieron el paso, se arrojaron, no se quedaron a salvo viendo cómo una vida se ahogaba en el torbellino de las aguas gélidas, marrones: no me digan después que no hay héroes argentinos.

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