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Jaime Bayly: Podrías estar peor

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Fecha Actualización
Ha sido una semana malísima, puede que la peor del año.

Todo comenzó cuando llegó la cuenta de los impuestos prediales. Cuando compré la casa, eran veinticuatro mil anuales. Desde entonces no han dejado de subir. El año pasado fueron treinta y tres mil. Este año subieron a cuarenta y dos mil.

Quedé aturdido al leer la cifra: cuarenta y dos mil, una pequeña fortuna. Tenía que pagarlos antes de fin de mes. Si me demoraba, la cuenta subiría casi mil por mes en concepto de moras.

Llamé al abogado y le pregunté qué pasaría si no pagaba. Me dijo que si no pagaba tres años consecutivos, me quitaban la casa, la subastaban y cobraban la deuda. Me aconsejó que pagase. No quedó más remedio que hacerle caso. Saqué la cuenta: por vivir en esta casa que nadie me regaló, que me costó una fortuna, debo pagar tres mil quinientos al mes solo por respirar en ella. Es demasiado. ¿Qué me dan a cambio? Un colegio público al que mi hija no asiste, un montón de policías patrullando la isla, dos camiones de bomberos, más nada. Todo lo demás (recojo de basura, agua, luz) llega en cuentas separadas (y siempre pidiendo una donación para la policía o los bomberos).

Escribí el cheque con pulso tembloroso, pensando que con ese dinero podía comprar un auto, o pasear tres meses por Europa, o invitar a mi madre al Vaticano, y luego fui al correo y vi cómo me temblaba el brazo renuente antes de depositar el sobre en el buzón, despidiéndome de esa friolera que los burócratas de la isla, menudos crápulas, odiosos tábanos, despreciables sanguijuelas, me habían confiscado. Pensé: cuando me retire de la televisión, me mudaré a un lugar donde pague menos impuestos.

Esa noche, al volver de la televisión, manejando a moderada velocidad, todavía abatido por el sablazo tributario del que había sido víctima, tratando de evitar que la policía me detuviese y multase, como ocurría a menudo en mis años irresponsables, vi que un mapache salía a toda prisa y cruzaba la pista y entonces frené para no pisarlo. El animal logró llegar al otro lado de la pista, y enseguida salió otro persiguiéndolo y desvié el auto y conseguí no pisarlo, y entonces salió un tercero más pequeño y corrió ciegamente y se metió debajo del auto y sentí cómo la llanta lo pisaba. Fue horrible. Me sentí culpable, aunque no era mi culpa, solo la pura mala fortuna: venía despacio, había hecho lo posible por no pisar a los dos mapaches que salvaron la vida, y el tercero no me dio tiempo de reaccionar y me obligó a pisarlo. Miré por el espejo retrovisor. Vi que el animal movía sus patas. Me detuve, bajé, estaba oscuro, caminé hasta donde agonizaba el mapache. Estaba tan malherido que no pude hacer nada. Lo vi morir y me sentí fatal. Cómo no lo advertí a tiempo, cómo no lo esquivé, cómo no venía más despacio, me dije.

Regresé al auto, manejé a casa y le conté a mi esposa lo que había sucedido: llevaba veinte años viviendo en esa isla, viendo mapaches despanzurrados en las pistas de noche, pero nunca había pisado a uno, decía que había que ser un conductor muy torpe para pisarlos, y ahora me tocó, y no pude hacer nada, o no tuve los reflejos necesarios, y maté a un mapache, y siento que el auto y yo mismo apestamos a sangre. Me di una ducha pero no pude sacarme de encima las imágenes en cámara lenta de cómo salieron los tres mapaches suicidas corriendo de una maleza a la otra, cruzando la pista oscura.

Al día siguiente llegó un correo electrónico del dueño del canal diciéndome que, como las ventas publicitarias habían bajado, y la operación general seguía siendo deficitaria, no podrían pagarme el mes de diciembre y, en consecuencia, debía tomar unas largas vacaciones todo diciembre y las primeras semanas de enero, y esas seis semanas repetiríamos los mejores episodios del año, treinta programas en total. Podría haber pensado: qué bueno, no trabajaré diciembre, puedo irme a Buenos Aires, genial. O podría haberme dicho: estupendo, tendré todo diciembre para trabajar más a fondo en la novela que estoy maliciando. Pero no fue lo que me dije. Lo que pensé fue sombrío, pesimista. Me dije: precisamente ahora que acabo de pagar cuarenta y dos mil en prediales, me quedo sin cobrar diciembre. Luego me dije: y es el mes de las compras navideñas. Y finalmente: y el mes en que tengo que pagar los próximos semestres académicos de mis hijas mayores, a razón de treinta y cinco mil el semestre por cada universidad pedigüeña, setenta mil en total. Y para terminar de sufrir, recordé: y a fines de diciembre tengo que mandarles a mis hijas sus platas de enero a junio para cubrir sus gastos personales, otros treinta mil. Estaba claro que diciembre era el mes más inoportuno para dejar de cobrar el sueldo de la televisión, pero ¿qué podía hacer? Nada. Solo recordar que, mal que mal, tenía unos ahorros y podía remontar esa ola adversa y con suerte en enero se reanudaría el programa. Me dije: podrías estar enfermo, tener cáncer, o estar quebrado, o sea que no te quejes, tampoco estás tan mal, siempre podrías estar peor.

En mi desesperación, y a escondidas de mi esposa, que en ningún caso quisiera volver a vivir en Lima, escribí un par de correos a los canales más influyentes de mi país, preguntando si tendrían interés en darme un programa político, comenzando en enero, para cubrir la campaña presidencial. No tuve respuesta. Tuve que interpretar el silencio: no queremos saber de ti, hace cinco años te enfrentaste públicamente al que ganó, apoyaste a quien perdió, ahora no queremos asociarnos de nuevo contigo, estás quemado, chamuscado, eres parte del pasado que es mejor olvidar. Pensé: ¿cuándo vas a aprender a ser neutral, a no tomar partido, a no defender a la candidata tal ni atacar al candidato cual? Me dije: nunca aprenderé, desde joven he sido un periodista de opinión, de esos tontos suicidas que dicen cuáles son sus cartas, por quién votan y sobre todo por quién no votan, y ya estoy viejo para cambiar, y en las próximas elecciones iré a votar y diré por quién voté, mala suerte si no vuelvo a la televisión de mi país.

La penúltima contrariedad la provoqué yo mismo, porque, inquieto por la crisis en el canal donde trabajo y el silencio de los canales de mi país, abrumado por mi situación financiera y las cuentas abultadas por pagar, escribí un correo a un político peruano, preguntándole si su partido vería con simpatía la posibilidad de que yo fuese el candidato presidencial, y no le conté nada a mi esposa, que me tiene prohibido hablar de mis ambiciones políticas, pues las atribuye a mi locura o bipolaridad, pero mi amigo, un parlamentario prestigioso, no me contestó, y, de nuevo, me vi en la pesarosa tesitura de saber interpretar el silencio.

Angustiado, le escribí a mi madre, contándole que me habían esquilmado cuarenta y dos mil en prediales, y había matado a un mapache, y no me pagarían diciembre, y ningún canal peruano quería ficharme, y a fines de diciembre tenía que mandarles cien mil más a mis hijas, y le rogué que me diese un adelanto a cuenta de mi herencia. Mi madre, una santa, un amor, me dijo que ella lo haría encantada, pero tenía que someter mi petición a una votación familiar de todos sus hijos, mis nueve hermanos, y unos días después me llamó y con voz angelical me dijo que mi solicitud había sido rechazada por siete votos contra tres en el consejo familiar (a favor de darme dinero votaron ella, mi hermana y mi hermano más ricachón).

El domingo cumplió años mi esposa. Para comprarle un reloj precioso, el que ella merecía, he tenido que rematar el Rolex de oro rosado que me regaló mi madre cuando cumplí cincuenta años. Si el canal no me renueva el contrato en enero, me veré obligado a vender todos los relojes que tengo en la caja fuerte.

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