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Javier Pérez de Cuéllar: El Peruano del Planeta

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Fecha Actualización
Apenas cumplidos los 100 años murió en Lima Javier Pérez de Cuéllar, quizás el diplomático profesional más importante del siglo XX. En la ONU hace tiempo se le reconoce como el mejor Secretario General que ha tenido la organización y el Perú perdió, después, la oportunidad de tenerlo como presidente. En una de esas jugadas macabras de la democracia en crisis, fue derrotado por el hoy encarcelado Alberto Fujimori. Yo lo conocí como entrevistador frecuente, luego trabajé un quinquenio bajo su liderazgo y eso me permite complementar la afirmación inicial: no sólo fue un gran profesional de la diplomacia: además fue un estadista, un hombre de la cultura y un humanista de excepción.
Mayo de 1986, Palacio Albéniz, Barcelona. Joana Uribe, joven periodista de la revista Tiempo, acaba de entrevistar a Javier Pérez de Cuéllar (JPC), secretario general de la ONU y verifica, sorprendida, que en ningún momento miró el reloj. “Da la impresión de que este caballero no tiene otra cosa que hacer que dar entrevistas”, me comenta.
Es el máximo elogio que un entrevistador puede hacer de un entrevistado top. La mayoría regatea el tiempo con avaricia o transmite sus tensiones. De mis años como periodista de Caretas, recuerdo a un gran personaje que, tras haber pactado una entrevista apacible, pretendió –sin éxito– que la hiciéramos en un automóvil. Literalmente sobre la marcha.
Es que JPC tenía conciencia plena sobre la importancia de informar y era de los pocos seres importantes de la tierra que saben escuchar. Aunque su agenda tuviera los minutos contados, aunque sus interlocutores fueran reyes, jefes de Estado o jefes de gobierno, los comunicadores lo encontraban siempre distendido, atento y didáctico. También impenetrable, cuando su curiosidad entraba en terreno minado. “Para ser útil, mi obligación es ser discreto”, diría sin apelación posible.
La experiencia le había enseñado que de él se esperaba una confiabilidad por encima de las banderas. Una imparcialidad “orgánica”, edificada con la discreción de la inteligencia y la inteligencia de la discreción. Así podía hablar sin eufemismos con los implicados en algún conflicto, pues éstos sabían que haría lo imposible para evitar las victorias con ostentación y las derrotas con humillación. Aunque fuera al costo de opacar su propia gestión.
Y nada mejor para ilustrarlo, que una secuencia de lo que fuera, churchillianamente hablando, uno de sus momentos más gloriosos.
DESIGNACIÓN CON MORBO ESPECIAL
Era un 11 de diciembre de 1981. Mediodía del viernes. El mundo acababa de enterarse de que JPC era el nuevo secretario general de la ONU y el periodismo limeño se concentraba en su departamento de Miraflores. Había un morbo especial en el ambiente pues recién en octubre el Senado le había negado los votos necesarios para asumir como embajador en Brasil.
“Es nuestro mejor diplomático”, había dicho el presidente Fernando Belaunde a su colega brasileño Joao Figueiredo, sugiriendo un “gesto” especial del Perú. Sin embargo, algunos senadores oficialistas aprovecharon la ocasión para mostrarse más papistas que Belaunde y lucir una sólida carencia de perspectiva internacional. Reprochaban a JPC que, como secretario general de Torre Tagle –la Cancillería peruana–, hubiera tomado juramento de servicio a Juan Velasco Alvarado… el general golpista que había expectorado a Belaunde en 1968. Sobre esa base, aparecieron unos pocos –pero suficientes– votos negativos en la Cámara Alta, que anularon la designación presidencial. El afectado hizo, entonces, algo que a muchos pareció insólito: renunció a su cargo en Torre Tagle.
A tenor de este suceso, la casi inmediata promoción de JPC al más alto cargo de la diplomacia mundial fue un acto de justicia poética. Los periodistas estaban ahí para detectar la sangre en el ojo o la muy humana conciencia de la satisfacción conquistada. Así lo plantearon y replantearon de mil maneras, hasta que, en un instante singular, comprobaron que los grandes electores del Consejo de Seguridad habían tomado la decisión adecuada. Porque JPC, les advirtió, secamente, que si insistían en volver sobre ese incidente “total y absolutamente superado”, él optaría por enmudecer. Aún más, no temió acudir a las reservas de la propia nacionalidad: “les pido que actúen como peruanos” los conminó, tratando de imprimir a su rostro una ira controlada.
En ese momento yo lo “semblanteaba” a media distancia. Esperaba el momento para una entrevista exclusiva, pactada con el director de mi revista, y tomé la siguiente nota: “Espléndidamente entrenado para la adversidad y para el triunfo, se lo siente dueño de sus emociones… que la amargura no se note, que la alegría no desborde”.
PRESIONES Y EQUILIBRIOS
No es la nacionalidad ni el sistema político de un país lo determinante en la elección de un secretario general ONU. Lo fundamental, según textos no escritos, es que el postulante sea lo bastante fuerte y equilibrado como para resistir cualquier tipo de presiones, incluyendo las de su propia vanidad. JPC cumplía este requisito con summa cum laude, y así lo demostraría por dos períodos consecutivos.
Su liderazgo tranquilo hoy es reconocido como el más eficiente en la historia de la organización mundial. Según mi recuerdo –y entre muchas otras iniciativas– catalizó el fin de la larga guerra de Irak-Irán, presionó el retiro de las tropas soviéticas de Afganistán, patrocinó la independencia de Namibia, indujo el fin de la guerra en El Salvador (y, por extensión, en Centroamérica), instaló los primeros diálogos eficientes entre las comunidades greco-turcas de Chipre y entre Marruecos y el Frente Polisario. En paralelo, para promover la democracia y el respeto a los derechos humanos en América Latina, se negó a visitar Chile mientras estuviera el general Pinochet.
Todo eso le trajo reconocimientos poco frecuentes para un jefe de la ONU. Entre ellos, el Premio Príncipe de Asturias en España y el Premio Nobel a los Cascos Azules, que no fue nominativo para él porque –¡plop!– su burocracia neoyorquina no presentó su postulación en tiempo. En el clímax de esa gran performance, realizada en plena guerra fría, recibió el espaldarazo de los líderes de las dos superpotencias antagónicas: “El mundo entero aplaude los esfuerzos que desarrollan la ONU y su secretario general”, dijo Mijaíl Gorbachov. “Su liderazgo ha sido esencial para el éxito de los esfuerzos de mantención de la paz de la ONU”, le escribió Ronald Reagan.
De ese modo, JPC derrotó el prejuicio según el cual el jefe máximo de la organización –sobre todo si venía del Tercer Mundo– debía ser la versión diplomática de un árbitro de fútbol en cancha hostil: pasivo, aferrado al pito y sin la personalidad necesaria para imponerse a los caudillos del balón y de las barras bravas. Más “secretario” que “general”.
HUMANISTA Y CREADOR INAPARENTE
Profesionalmente hablando, JPC lucía como recién operado de los nervios. A eso contribuía la rigidez de su labio superior, producto de una neuritis. “Cara de póker”, lo apodaban sus colegas en Lima. Puede que eso fuera funcional para su éxito como negociador, pero no para su reconocimiento como el gran humanista que fue.
Conocedor de las bellas artes, respetuoso del tiempo libre de sus subalternos, enamorado de su segunda esposa, lector impenitente de los clásicos literarios y políticos. Salvo problema cósmico, dedicaba todas las tardes del sábado a leer o releer las grandes obras. Muchas veces me pregunté qué rol jugaba su país de origen en tan rica y estructurada personalidad. Hay pistas aparentes, como un Álvaro de Soto arequipeño, que le daba apoyo profesional súper calificado. O Marcela Temple, la guapa piurana que le dio sólido apoyo familiar en su residencia y desarrollando una “diplomacia paralela” con las cónyuges de los poderosos de la Tierra. Pero, por conocer su país natal, sospecho que hay algo más misterioso.
Es que, desde el fondo de sus crisis, el Perú no cesa de producir personajes de vuelo planetario. Líderes políticos, poetas, novelistas, periodistas, pensadores, que surgen recurrentemente para mostrar el lado mágico de la luna… y también, a veces, su lado siniestro (piénsese en Abimael Guzmán y Vladimiro Montesinos). Ergo, habría que estudiar cómo influyó esa base telúrica en un intelectual fino y conocedor de su historia, como JPC. Percibir de qué manera encajaba las terribles asimetrías que debió apreciar en las distintas rutas hacia sus distintos trabajos. Alternando, por ejemplo, la tugurizada Lima de los años 70 y 80 con los rascacielos de la sofisticada Manhattan.
La sugerencia vale porque, pese a que se autodefinía como “animal político”, no contamos con sus confesiones políticas sistematizadas. Su austeridad, que muchos tipificaban como “frialdad”, lo había dotado de una rara facultad para distanciarse de sí mismo. “A veces ni yo mismo me gusto”, me comentó en una de las entrevistas que le hiciera. Esto implicaba un exagerado rigor hacia sus posibilidades como escritor. No se sentía ungido con “el don” de la escritura y ni pensar en la posibilidad de contratar a un ghost writter para que le hiciera el trabajo.
Lástima, pero también desafío. Porque, si no dejó como legado un tratado de tipo kissingeriano sobre la diplomacia, sí dejó un denso corpus de tesis, recuerdos, reflexiones, pronósticos y percepciones sobre las relaciones internacionales, en cada una de sus entrevistas y, sobre todo, en las memorias anuales de la ONU. En estas publicaciones oficiales está la historia de su gestión, el meollo de su sabiduría y el pronóstico de lo que vendrá. Baste pensar que allí está el núcleo de lo que hoy se conoce como “deber de ingerencia internacional”, como contrapunto al “deber de no intervención”.
Hace falta que, en vez de producir papers indexados que a pocos interesan y casi nadie lee, los estudiosos tomen ese material disperso para procesarlo a fondo. De hacerlo, descubrirían que JPC no sólo fue el mejor administrador que ha tenido la ONU, sino uno de los líderes más creativos y perspicaces de la política mundial.

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