Desde la década de los 60, el Estado peruano impulsó la expansión de la frontera agrícola en la Amazonía con la entrega de títulos de propiedad, infraestructura, acceso a créditos y asistencia técnica. A esto se sumaron esfuerzos para formalizar a agricultores desplazados por la violencia o involucrados en cultivos
ilegales.
Sin embargo, con el tiempo, estas medidas se enfrentaron a un marco normativo ambiental cada vez más restrictivo. Desde 1975, las leyes forestales establecieron severos límites al uso agrícola de tierras clasificadas como forestales o de protección. Paradójicamente, el propio Estado continuó entregando títulos y promoviendo la agricultura en zonas que, según la normativa, no debían ser utilizadas para este fin. Así, la gran mayoría de los agricultores amazónicos se encuentran en una situación de ilegalidad, a pesar de tener títulos de propiedad o constancias de posesión y realizar su actividad productiva por décadas.
La Ley 31973, promulgada en enero de 2024, surgió como un intento de dar seguridad jurídica a quienes ya operaban en tierras sin cobertura forestal y contaran con derechos reales reconocidos por el Estado antes de esa fecha. La ley exime a estos agricultores de realizar estudios costosos y trámites innecesarios, sin afectar la protección de los bosques en pie. La norma no elimina las restricciones de uso de suelo ni el proceso de clasificación de capacidad de uso para tierras con bosques; sino que, por excepción, regula el uso de tierras donde la agricultura ya es una realidad y no existe bosque en pie.
A pesar de ello, en lugar de debatir sobre propuestas alternativas que puedan superar las discrepancias que tengan con la ley, algunos sectores han optado por desacreditarla con argumentos infundados, como culparla de los incendios en la Amazonía o señalar que solo favorece a grandes empresas. La realidad es que, en el Perú, el año 2020 se registró más incendios que en 2024, cuando la Ley 31973 ni siquiera existía. Asimismo, hay que volver a aclarar, que más del 90% de la deforestación en la Amazonía ha sido causada por la agricultura familiar migratoria. Culpar a una norma reciente de un fenómeno tan complejo como los incendios o decir que solo favorece al sector empresarial, no es una simple imprecisión; es una manipulación que busca desinformar y confundir.
Ignorar la realidad de cientos de miles de agricultores que llevan años trabajando en sus tierras solo agrava la precariedad. Si se derogara la Ley 31973, estos agricultores quedarían nuevamente sujetos a restricciones prácticamente imposibles de salvar, poniendo en riesgo las actividades de 450,000 unidades agropecuarias que generan alrededor de 1,300 millones de dólares en exportaciones y un valor bruto de producción de 6,000 millones de soles anuales. Este golpe económico agravaría la pobreza en una región donde más del 65% de la población vive en condiciones de escasez. Además, se pondría en peligro la seguridad jurídica de miles de agricultores que confiaron en el Estado para escapar de las actividades ilegales o de aquellos que lucharon valientemente contra el terrorismo.
Necesitamos un debate que reconozca las realidades del territorio y la urgencia de integrar a estos agricultores a la formalidad. Aprovechar las tierras ya deforestadas es fundamental para evitar que la presión agrícola se traslade a los bosques en pie. La Ley 31973 no es perfecta, pero es un paso necesario para corregir décadas de contradicciones e incoherencias políticas. La derogación de esta ley no sería un triunfo ambiental; sería una condena a la ilegalidad para miles de agricultores que solo buscan trabajar sus tierras con formalidad.
Al final, el verdadero problema no es la norma, sino el sesgo en el debate y la tendencia a evadir la realidad de la Amazonía peruana. En lugar de recurrir a los ataques personales o falacias ad hominem, construyamos soluciones que combinen el desarrollo sostenible con la protección de los recursos. Porque las ideas y el interés nacional deben prevalecer sobre las descalificaciones y los intereses particulares.