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Juicio al proceso independentista
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Casi medio año después del “visto para sentencia”, salió a la luz la sentencia más trascendental de la democracia española. El Tribunal Supremo ha condenado por delito de sedición a los independentistas catalanes. Parte de la ciudadanía clamaba por el delito de rebelión. Frente a ella, otra, la independentista, pugnaba por la absolución, advirtiendo de sus consecuencias en caso contrario. Las advertencias se quedaron cortas, vistas las escenas de terrible violencia que se suceden en territorio catalán.
Estoy segura de que la muchedumbre asaltante e incendiaria no se ha detenido a leer los fundamentos de la sentencia. Por tanto, difícilmente llegarán a entender por qué no se castigó a los acusados como autores de rebelión. El Tribunal no consideró el delito de rebelión, porque los independentistas catalanes en el gobierno jugaron con la credulidad del pueblo catalán. Nunca tuvieron –dice la sentencia– la posibilidad real de declarar la independencia. Lo que practicaron fue el engaño, o la ensoñación: hicieron creer a los catalanes que les secundaron, que “aquello” era posible: que del referéndum, previamente declarado ilegal por el constitucional, podría derivarse la independencia. En realidad se trató de un vil juego. De una especie de abracadabra, para obligar al Gobierno central a negociar. Es la tesis del Supremo.
El problema que aqueja a Cataluña en su relación con España no se ha resuelto con la sentencia, evidentemente. No es a base de resoluciones judiciales como se arreglan las cuestiones políticas. Llegó el tiempo de la política. Es decir, de la cordura. Lástima que el presidente catalán Torra se enroque en la sinrazón y prometa –mientras huelen a plástico quemado las calles catalanas– que “este año habrá un nuevo referéndum”. No sabemos si con huida del país, incluida.
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