China fue pionera en muchas cosas. Una de ellas, los exámenes rigurosos para seleccionar a funcionarios públicos. El Keju —prueba larga y exigente— se administró durante más de un milenio. Probablemente, es el modelo para los estrictos filtros para ingresar a las universidades en ese país —Gaokao—, Corea del Sur (Suneung) y Japón (Senta Shiken). Se trata de hitos con un significado social potente, para los que en realidad las personas se preparan, exagerando un poco, desde el inicio de sus vidas. Pero, según creo, en las mencionadas culturas ahí queda la cosa.
Cada semana converso con decenas de jóvenes que se encuentran en algún punto del camino que va de los dos últimos años de la educación secundaria hasta el segundo lustro de la tercera década de sus vidas. Es sorprendente cuán obsesionados están con el futuro. No me refiero al sentido de sus vidas, aquello que los apasiona, su contribución a la colectividad, las banderas que están dispuestos a enarbolar.
Me refiero a la fase siguiente, mejor dicho aquello que les permitirá tomar el próximo tren. Están en un andén haciendo trámites, ejercicios, rituales de iniciación para abordar el vagón que los llevará a la próxima estación. Donde recomenzarán alguna forma de entrenamiento, asesoría, couching, capacitación presencial o virtual para lograr un cupo en el próximo ferrocarril.
¿Destino final o, bueno, seamos realistas, por lo menos un nombre que defina la etapa en la que están o la que sigue? Levantan la mirada, piensan un rato y escucho algo que va del ingreso a una institución de pre o posgrado, una práctica en alguna corporación, hasta la pertenencia a una fraternidad universitaria, incluyendo, obviamente, el enriquecimiento del perfil en LinkedIn. Los acrónimos que constituyen vallas estandarizadas son muchos: SAT, GMAT, TOEFL, IB, CFA, CAE, LSAT. Además de todos los campos minados especialmente diseñados por los especialistas en recursos humanos de diversas organizaciones.
Muchos jóvenes pierden motivación por lo que están aprendiendo en el presente, como si toda experiencia académica fuera un sistema de acumulación de puntos para un “upgrade” que puede ponerlos en primera clase, pero sin mucha relación con un destino, siquiera intermedio. Todos los esfuerzos parecen concentrarse en recibir el amén de uno de los numerosos sistemas de acreditación que se multiplican sin cesar, para lo cual hay que recurrir a personas o instituciones paralelas a los espacios de formación que han servido hasta hace poco de preparación para la vida adulta.
Es posible que el significado de todo lo anterior es que estamos atravesando un periodo de transición hacia nuevos paradigmas educativos que dejarán atrás los tradicionales modelos de colegios y universidades, transformando radicalmente cómo entendemos y hacemos la preparación para todo el ciclo vital, más allá de la niñez.
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