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La búsqueda de la felicidad
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Thomas Jefferson, al redactar la declaración de independencia de EE.UU., sintetizó los pilares sobre los que se sustentan las sociedades liberales. “Sostenemos que estas verdades son evidentes por sí mismas, que todos los hombres son creados iguales, que están dotados por su creador de ciertos derechos inalienables, que entre ellos se encuentra la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad. Que, para asegurar estos derechos, los gobiernos se instituyen entre los hombres, derivando sus poderes justos del consentimiento de los gobernados…”.
Es decir, el pueblo es el soberano, quien delega el poder —que por derecho natural yace en cada uno de los ciudadanos— en un gobernante temporal y los gobiernos se constituyen para servir al pueblo y no para servirse de él.
Estos preceptos fundamentales de libertad tuvieron enorme influencia también en el campo económico, dando sustento a la noción tan arraigada de propiedad privada y libertad económica, que sentaron los cimientos del “sueño americano”, una sociedad de propietarios, libres emprendedores, que prosperan debido a su iniciativa y emprendedurismo, y forjar la nación más rica del mundo, donde las grandes mayorías han alcanzado niveles de bienestar mayores que en cualquier otro lugar.
Sin embargo, a pesar de compartir el mismo hemisferio, EE.UU. nunca vio en América Latina más allá de la proyección de su patio trasero y puso, más bien, su mirada de integración política y económica con Europa y algunos países del oriente (básicamente, los dotados con grandes riquezas hidrocarburíficas).
Aprovechando el vacío dejado por EE.UU., China ha penetrado con gran determinación las economías de la región. El país asiático es —por lejos— nuestro principal socio comercial, ahí van el 35% de nuestras exportaciones, mientras que a EE.UU. se dirige el 14.2% de ellas. Además, la inversión extranjera directa que proviene de EE.UU. solo representa el 11%, por detrás de países como España, Reino Unido y Chile.
Hoy vemos la disputa entre dos superpotencias que —por primera vez— se disputan no solo la supremacía político-militar, sino también la económica. EE.UU., basado en el principio de la democracia representativa, donde el individuo es el elemento central de la sociedad, y China, un país comunista de partido único colectivista que ha adoptado el capitalismo de Estado con gran éxito económico.
Perú, teniendo el 0.26% del PBI mundial, es solo un espectador de esta disputa y lo que nos debe interesar es que las inversiones lleguen, vengan de donde vengan, “no importa si el gato es blanco o negro, con tal que cace ratones”.
Sin embargo, por compartir valores culturales, sociales y políticos comunes, sería muy importante que EE.UU. revalúe su mirada hacia los países como el nuestro, que más temprano que tarde pueden convertirse no solo en importantes socios comerciales, sino en el último reducto de las sociedades liberales, que reivindican al individuo y profesan los valores judeocristianos.
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