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La cabeza de Alan
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Los políticos aspiran a conquistar las mentes y los corazones de las personas, pero poco sabemos qué pasa por las mentes y los corazones de aquellos. En Metamemorias (Planeta, 2019), Alan García nos permite entrar, sobre todo, a la dimensión más racional de su proceso cognitivo, una suerte de biblioteca sintetizada de sus influencias políticas e intelectuales. Para quien fue dos veces presidente, en dos siglos distintos, como comprenderán, su bagaje es peculiar. Piénselo: se socializó políticamente en un partido político proscrito, ascendió a miembro de la clase política latinoamericana en medio de la Guerra Fría, vivió la derrota y el exilio cuando el predominio de las reformas de ajuste le demostraban su responsabilidad sobre la crisis generalizada de su primer gobierno. Volvió al país en un nuevo milenio bajo el triunfo del modelo chino y un optimismo exacerbado, carnavalesco. Y se retiró voluntariamente –para siempre– en la debacle de la democracia sin partidos.
Podemos aproximarnos a García bajo distintas perspectivas. La más popular es sin duda su juzgamiento –premisa del libro de Sergio Tejada El reino de la impunidad (Debate, 2019)–. Pero si se permite el ejercicio de aislar al político profesional, podemos comprender en toda su envergadura su “raza distinta”. García se aproximaba a la cultura política nacional desde matrices preincas. Se desplazaba por el territorio patrio pensando en la racionalidad maquiavélica de Francisco Pizarro. Pensaba América Latina desde los rastros que dejaron sus libertadores. Y en la política internacional siempre estuvo la historia española como referente. Apreció y admiró a Francois Mitterrand más que a cualquier socialdemócrata contemporáneo. Y se codeó con Fidel Castro y George Bush (hijo) con la naturalidad de colegas del mismo calibre. ¿Este equipaje intelectual y político en la cabeza de un presidente es garantía de un desempeño infalible? Por supuesto que no. Ni tampoco le salva de retirarse de las lides electorales con un 5%. Eso sí, determina el carácter de su diálogo con la historia.
En Metamemorias, García deja una deuda pendiente sobre sus afectos. Estos los circunscribe al personaje público y partidario, con un amor aprista heredado y un odio perpetuado por sus adversarios históricos. En tiempos de “antis”, las memorias de García lucen antipáticas, sectarias, reprochables. Pero el populismo hegemónico no nos debería hacer perder la vista del valor histórico de su testimonio de parte, porque para bien o para mal, cuando queramos contar nuestra propia biografía, tendremos que nombrarlo.
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