El menosprecio hacia cierta clase política empieza a asomar en el barullo de la calle. Una indignación que se expresa en el abucheo. Una práctica que no distingue escenario ni tienda política, y que pone de manifiesto el inapelable descontento. Es la indignación por el descaro, la impunidad y la mediocridad de quienes ejercen el poder y que, lejos de corregir sus acciones, culpan a otros de los problemas que generan.
En los últimos días, ha crecido el repudio. La ministra de Cultura, Leslie Urteaga, fue abucheada en pleno discurso. ¡Fuera, hipócrita, caradura y mentirosa!, le gritaron al unísono y tuvo que abandonar la inauguración del Festival de Cine de Lima. Los cineastas rechiflaron por la inacción de la funcionaria frente a una ley que limita el presupuesto.
César Acuña sostiene que tiene dinero como cancha, pero obtiene repudio como cancha. El dinero no sirve para calmar la irritación popular que recoge cuando sube a un avión o se aparece en la Feria del Libro. Su ineptitud como gobernador regional de La Libertad enciende la indignación ciudadana: “Corrupto, mafioso; Trujillo está lleno de basura y sicariato”.
La presidenta Dina Boluarte y su amigo Wilfredo Oscorima, gobernador regional de Ayacucho, han recibido cada uno su dosis de realidad con pifias en mítines y hasta jaloneo de pelos y proyectiles lanzados. Pésima gestión, y exhibición de Rolex y joyas pasan factura.
Los congresistas Patricia Chirinos y Luis Aragón fueron agredidos y abucheados en un bar barranquino. Ella, aficionada a vociferar ajos y cebollas, lo que convierte muchas veces al Congreso en un circo. Él, acusado de votar por prebendas y viajes financiados por una empresa china. Como en la antigua Roma, la tribuna baja el pulgar y ella muestra el dedo medio. En la turba, un docente universitario lanza un vaso y resulta que los que parecen inteligentes también hacen barbaridades.
El poder activa el ego y ambos generan esa espuria sensación de impunidad permanente y aparece la frustración ciudadana que se agita como un fenómeno cuya patente no la tenemos los peruanos. Juan Luis Cebrián, en su libro El poder de los idiotas, señala que “en casi cualquier lugar de la Tierra las protestas contra el poder establecido, sea cual sea su naturaleza, han crecido de manera fulgurante alimentadas por la publicidad de las redes sociales”. Hoy todo se sabe y la impunidad es temporal y los políticos no entienden.
El problema es que la indignación ciudadana puede encender la inaceptable violencia. La irracionalidad de gobernantes o gobernados da igual cuando confluyen sobre una misma base transversal: “la estupidez funcional” que, según David Robson, es la renuencia a la autoreflexión.
En el caso peruano, pedir reflexión es una ilusión. Entonces planteemos una pregunta: ¿cuándo van a dejar de generar indignación, y malestar en los ciudadanos, el gobierno, el Congreso y la clase política?
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