El mensaje a la nación por parte de la presidenta Boluarte fue extenso y tedioso. Para mí, la principal ausencia fue la nula mención a las reformas estructurales, que son imprescindibles porque son la única forma de conectar el crecimiento económico con el bienestar de todos. Si no mejoramos el funcionamiento de la salud, la educación, la inseguridad, la política y el Estado, entre otros, siempre seremos un país sin futuro para la gran mayoría de ciudadanos.
Las reformas estructurales tienen como objetivo aumentar la productividad y mejorar el funcionamiento de la oferta de la economía. La productividad mide el rendimiento por trabajador y ser más productivo significa hacer más con la misma cantidad de recursos. Y es eso lo que sostiene el crecimiento y el mayor nivel de vida en el mediano y largo plazo; por eso, las reformas no solamente se ubican en el campo económico, sino en aquellos sectores que permitan la conexión del crecimiento con el bienestar.
Si se necesitan, entonces, ¿por qué no se hacen? Porque requieren consensos y decisión política de los gobiernos. Diseñar e implementar reformas es difícil. Nadie duda de la necesidad de reformar sectores como educación y salud para lograr mejoras en la calidad de vida de toda la población. Igualan oportunidades y forman el capital humano que sostiene el crecimiento económico futuro. Sin embargo, una reforma es un cambio. Y todo cambio genera ganadores y perdedores.
Si bien no existe un manual sobre cómo hacer reformas, van algunas ideas: primero, una adecuada comunicación por parte de los responsables de diseñar e implementar las reformas. La ciudadanía tiene que saber qué se va a hacer, cómo y por qué se va a hacer, en cuánto tiempo se esperan resultados, etc. De lo contrario, no existirá el consenso necesario ni apoyo político para poder llevar a cabo la reforma; más aún, de manera natural generará rechazo, pues, como en cualquier aspecto de nuestras vidas, las reformas significan cambios y, si vamos a cambiar, sopesamos los beneficios y costos del cambio. Eso debe estar claro para tomar la decisión. Aquí la estabilidad política es otro elemento fundamental. Los gobiernos cambian cada cinco años, pero, como las reformas requieren un tiempo de madurez, las nuevas autoridades deben mejorar y sostener las mejoras.
Segundo, las reformas institucionales, como la del Estado, no se pueden hacer de arriba hacia abajo, sino a la inversa; los afectados por la reforma tienen que opinar y ser parte de esta. Las reformas funcionan solo si existe algún grado de consenso entre las partes involucradas. Por ejemplo, ¿alguien estaría en contra de mejorar educación y salud? ¿Es un tema solo de más dinero para el sector? ¿Cómo mejoramos la calidad de los servicios educativos? Sabemos que sin inversión en capital humano no es posible pensar en aumentos de la productividad en el futuro.
Tercero, la credibilidad es clave; por eso, la mayoría de las reformas se hacen al comienzo de los gobiernos y no hacia el final. El cuándo hacerlas importa tanto como el cómo hacerlas. Las reformas no se pueden hacer en un contexto donde la credibilidad de las autoridades está en caída. Por eso, la evidencia empírica muestra que es mejor aprovechar los buenos tiempos para hacer reformas.
Los efectos de una reforma no son de corto plazo. Los gobiernos deben ser conscientes de ello. Es probable que algún gobierno posterior obtenga los beneficios. ¿Estarán dispuestos a ello? Hacer las reformas es crucial, pero antes se requiere credibilidad. Cómo lograrla debería ser el principal tema del debate público en el Perú.
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