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Las guerras del fin del mundo

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Fecha Actualización
El periodista Jimmy Barclays conoció al escritor Vargas Llosa en un restaurante de comida china. Barclays, con dieciocho años, publicaba una columna diaria de opinión política, “Banderillas”, en el diario “La Prensa” de Lima. Vargas Llosa acababa publicar una novela, “La guerra del fin del mundo”, que Barclays había leído, maravillado.
Meses más tarde, Barclays entrevistó a Vargas Llosa en la televisión. El escritor no esquivaba los temas políticos. Se decía que quería ser presidente. Barclays lo admiraba tanto que se puso nervioso. Trató de decir la palabra “recóndito” y, debido al miedo escénico, se le enredó la lengua, se trabó y fue un momento bochornoso para él. Sintió que había fracasado.
Poco tiempo después, Barclays se peleó en televisión con Alan García, a quien acusó de estar medio loco y haber sido dormido clínicamente, sometido a una “cura del sueño”. Rencoroso, el presidente se enfadó tanto con Barclays que lo hizo despedir de la televisión. Barclays tuvo suerte: fue fichado para conducir un programa sobre política internacional en Santo Domingo. Estando de paso en San Juan, Puerto Rico, se encontró con Vargas Llosa, quien lo invitó a cenar y, enterado de que Barclays pasaría una semana en esa ciudad, le sugirió que se alojase en la casa del cónsul de España en Puerto Rico. Barclays quedó impresionado por la amabilidad del escritor, quien habló con el cónsul español, Juan Ignacio Tena, y le pidió que recibiera en su casa al periodista. Tena, que había sido embajador en Lima, no dudó en invitar a Barclays a su mansión. Mejor todavía para Barclays, el cónsul y su esposa viajaron al día siguiente. Barclays se quedó solo, atendido por el numeroso servicio doméstico, en el consulado. Se dedicó a fumar marihuana en los jardines y la piscina de la mansión. Vivió días cinematográficos. Se sintió un magnate o una celebridad o un embajador decadente.
Al año siguiente, el presidente Alan García tuvo la pésima idea de confiscar los bancos y Vargas Llosa se opuso a semejante barbaridad. En vísperas de un mitin en el centro de Lima, Vargas Llosa llamó a Barclays a su casa y le pidió que hablase en el mitin, antes de que él pronunciase el discurso estelar. Barclays aceptó la invitación y preparó un discurso virulento, flamígero, atrabiliario contra su enemigo, el presidente. Pero, horas antes del mitin, Vargas Llosa volvió a llamarlo a su casa, lo llevó a su dormitorio y le dijo que era mejor que no hablase. Alguien le había dicho que Barclays era un fumador habitual de marihuana y un consumidor ocasional de cocaína y que, peor aún, había abandonado sus estudios de leyes en la universidad. A pesar de que había ensayado durante horas su discurso frente al espejo, modulando la voz y agitando los brazos, Barclays tuvo que aceptar, derrotado, que no hablaría aquella noche, anunciando el fin del mundo.
Cuando Vargas Llosa lanzó su candidatura presidencial, una televisora de Lima fichó a Barclays y le dio un programa para apoyar la candidatura del escritor. Todas las noches, Barclays cavaba una trinchera, apuntaba con el fusil de su lengua viperina y disparaba tiros contra los enemigos de Vargas Llosa, que eran también sus enemigos. A pesar de sus esfuerzos para que Vargas Llosa ganase, a pesar de que entrevistó hasta a la esposa de Vargas Llosa para conseguirle más votos, a pesar de que cada noche salía en televisión con la vincha del partido de Vargas Llosa, el periodista Barclays no pudo evitar que Vargas Llosa perdiera, y la derrota les resultó tan insoportable a ambos que decidieron irse del Perú.
Mientras Vargas Llosa escribía sus memorias políticas en Berlín, Barclays escribía a mano su primera novela. La comenzó en Madrid, donde vivió un año, y la terminó en Washington, donde vivió dos años. Cuando por fin concluyó aquella novela, se la envió por correo a Vargas Llosa. De nuevo, Vargas Llosa actuó con extraordinaria generosidad: leyó el mamotreto, dijo que le había gustado y habló con sus amigos en España, hasta que convenció a los jefes de la editorial Seix Barral para que publicasen la novela, a la que además apadrinó con una frase elogiosa. Desde entonces, Barclays dijo que le debía a Vargas Llosa su carrera como escritor en España. Siempre que pasaba por Madrid, saludaba a Vargas Llosa, y a veces salían a cenar o al cine, y lo mismo ocurría cuando Vargas Llosa visitaba Washington, donde Barclays vivía.
Cuando cayó la dictadura de Fujimori, tanto Vargas Llosa como Barclays apoyaron la candidatura presidencial de Toledo. Pero, poco después, Barclays se peleó en televisión con Toledo, a quien acusó de no reconocer a su hija biológica, Zaraí. El escándalo de la hija negada de Toledo provocó la primera guerra del fin del mundo entre Vargas Llosa, que continuó apoyando a Toledo, y Barclays, que le declaró la guerra a Toledo, a quien acusó de canalla, tramposo y mentiroso. Así las cosas, Vargas Llosa fustigó a su antiguo protegido Barclays, llamándolo chismoso, intrigante y snob, y Barclays defendió la candidatura de una señora puritana de derechas. Ya en la segunda vuelta, Vargas Llosa siguió apoyando a Toledo, mientras Barclays, puesto a elegir entre Toledo y Alan García, anunció que votaría en blanco, y lo mismo hizo el hijo de Vargas Llosa, Álvaro, quien tuvo la decencia de romper con Toledo por el escándalo de la hija. Debido a ello, el hijo de Vargas Llosa se distanció de su padre y dejó de verlo durante dos o tres años. Vargas Llosa culpó a Barclays de haber envenenado a su hijo contra él.
Unos años después, Vargas Llosa y Barclays se encontraron en la feria del libro de Guadalajara, México. Vargas Llosa le dio un abrazo y le dijo cosas cálidas y elogiosas. Aquella noche en Guadalajara, Vargas Llosa y Barclays fueron a cenar juntos. No sabían que sería la última vez que se verían.
Porque, lamentablemente, volverían a pelearse, y de nuevo por culpa de los políticos. En unas elecciones presidenciales, Vargas Llosa apoyó al candidato de la izquierda chavista, el excapitán Humala, y Barclays, enemigo de la izquierda chavista, anunció que votaría por la hija del exdictador, la señora Fujimori. De nuevo, Vargas Llosa y Barclays se fueron a la guerra del fin del mundo: uno decía que el mundo se acabaría si ganaba la señora Fujimori y el otro, no menos apocalíptico, gritaba en televisión que el mundo se acabaría si ganaba el señor Humala. Barclays acusó a Vargas Llosa de rencoroso y de odiar a la señora Fujimori solo por ser la hija del dictador. Vargas Llosa declaró que Barclays era un desleal y un malagradecido, y recordó que él había apadrinado la primera novela de Barclays, quien ahora, ingrato, lo llamaba rencoroso. Al final ganó Humala y, por supuesto, el mundo no se acabó. Pero la amistad entre Vargas Llosa y Barclays pareció sepultada por tantas palabras cargadas de vitriolo y acrimonia.
Han pasado más de diez años y no han vuelto a verse. Barclays se arrepiente de haberse peleado de nuevo con Vargas Llosa, solo para defender a una jefa política y atacar a un fantasmón político. Esa jefa está presa y el fantasmón a buen seguro volverá a la cárcel porque ambos recibieron dineros indebidos. Barclays piensa que es una pena que dos escritores se peleen por razones políticas. ¿Se pelearían dos políticos por razones literarias, porque uno defiende a un escritor y otro defiende a una escritora? La política, piensa Barclays, es un veneno, y no debería envenenar la amistad de dos escritores. No debió llamar rencoroso a Vargas Llosa. De hecho, Barclays no es menos rencoroso que su maestro. Y la literatura y el arte, piensa ahora Barclays, probablemente se originan en esa zona oscura llamada rencor.

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