Aunque su reglamentación e implementación están pendientes, la reforma al sistema peruano de pensiones es hoy un hecho, tras su aprobación en el Congreso de la República. Ya en este espacio he señalado las razones por las que, sin ser ideal, la norma aprobada sin duda nos permitirá dar pasos en la dirección correcta.
Entre otras medidas, la reforma introduce una pensión mínima, permite la entrada de más competidores al sistema privado, introduce la “pensión por consumo”, crea la comisión por productividad (sujeta a la rentabilidad conseguida para el afiliado), incorpora gradualmente a los trabajadores independientes, entre otros elementos positivos.
Algunas de las medidas que introduce la reforma, evidentemente, suponen un costo fiscal, y este es precisamente uno de los elementos que más atención ha recibido en el debate de la norma. Y está bien que así sea, pues algo fundamental a evaluar en toda propuesta de política pública es su impacto en el presupuesto público y su sostenibilidad a través del tiempo. Al respecto, considero importante destacar tres ideas.
La primera es que no será posible lograr un cambio significativo en el nivel de pensiones que recibimos los peruanos si es que no hay un esfuerzo colectivo para destinar más recursos presentes a nuestra jubilación futura. Y, aunque este esfuerzo debe recaer fundamentalmente en los propios trabajadores, también debe alcanzar al Estado.
Tengamos en cuenta que el nivel de recursos que hoy asignamos como país para fines previsionales es mínimo para cualquier estándar. Nuestro ahorro previsional actual equivale a un 1.2% del PBI (4.5% del gasto público). A manera de comparación, las naciones integrantes de la OCDE destinan en promedio 9.2% del PBI (21.6% de su gasto público). Aunque no es realista ponernos al nivel de la OCDE, sí es posible y necesario igualar, por lo menos, los niveles de la región.
Este elemento es fundamental, pues por más alta que sea la rentabilidad que el ahorro previsional recibe (en el sistema privado se ha logrado un 10% anual promedio en sus 30 años), si el nivel de ahorro es bajo, las pensiones inevitablemente también lo serán.
El segundo elemento que considero importante destacar es que el costo de la reforma aprobada (o de cualquier otra reforma) no debe ser comparado con el gasto previsional actual. Ello porque, dada las tendencias demográficas y la situación de la ONP y del programa Pensión65, será inevitable que el Estado vaya año a año destinando mayores recursos para ambos fines, a medida que se profundiza la tendencia de envejecimiento poblacional. Es decir, el costo de la reforma debe ser comparado con un escenario contrafactual con supuestos realistas. Y ese escenario, indudablemente, traerá costos crecientes.
Un tercer elemento por considerar es que las estimaciones de costos siempre serán eso: estimaciones. Es imposible predecir con exactitud magnitudes que dependen de tantas variables y que se harán efectivas en el muy largo plazo. Por ello, lo necesario para tomar decisiones es contar con ejercicios cuyos supuestos y metodología sean realistas y públicamente conocidos. En ese sentido, la principal estimación realizada sobre los costos fiscales de la reforma previsional, con supuestos y metodología publicados, arroja un costo perfectamente manejable. Se trata del estudio elaborado por la consultora Macroconsult, que estima que el impacto fiscal de la reforma estará entre el 0.19% del PBI, en el escenario más optimista, y el 0.33%, en el escenario más pesimista. Ambas cifras consideran un horizonte de más de 40 años, entre 2024 y 2070.
Ello sugiere que, incluso en el escenario más pesimista, se trata de una reforma con costos perfectamente manejables, que no pone en riesgo la sostenibilidad de las finanzas públicas.
Sin duda, preservar nuestra estabilidad fiscal debe ser un objetivo central en el diseño de toda política pública. No obstante, ello no equivale a mantener un gasto público inmóvil, sino más bien a que todo incremento sea planificado, gradual, y guarde coherencia con la trayectoria futura de los ingresos públicos.
Negarse a cualquier reforma que conlleve un esfuerzo fiscal supondría cerrarse a la posibilidad de ir, paso a paso, a un sistema de protección social que funcione mejor para todos.