Todas las veces que Yolanda iba a mi casa, llegaba con una canastita de paja como la de Blanca Nieves, llena de tostaditas, quesos, patés y marinados. Eso que en las bodegas de San Isidro llaman delicatessen. Yo complementaba y balanceaba el tentempié con una cajita de vino tinto Concha y Toro, comprada en el mercado de Lince, y así pasábamos la tarde juntos, vacilando.
Era la época de enamorados. Ella ya era la reina de la organización de eventos, anfitrionas y algunas apariciones en sociales. Yo comenzaba a ser el comediante de moda. Ella vivía en San Isidro; yo acababa de dejar mi cuartito en Breña (jirón Aguarico, siendo más exactos) para mudarme a un minimini, recontramini, espacio en Magdalena, a la altura de La Pera del Amor. Me costó trabajo acostumbrarme porque no había bodega a la mano como en Breña, donde siempre encontrabas algo abierto aún de madrugada.
Tiempo después, me enteré de que la canastita con canapés y exquisiteces era religiosamente elaborada por Bety (mamá de Yolanda), quien, preocupadísima por el nuevo vínculo de su empresaria hija con el novel comediante y desparpajado locutor radial (en ese entonces hacía un programa llamado Caídos del catre por Studio92), dotaba el gastronómico cesto para asegurar que a su exquisita hijita no le diera galletitas de soda, mortadella y dorina.
Totalmente secuestrados por el estrógeno y la testosterona, tomamos la decisión de vivir juntos, cohabitar el amor. Sin embargo, a pesar de ya estar ambos en base 3, consideramos adecuado comunicarlo a nuestras madres en una breve conversación.
La conversación con Elena (mi vieja) terminó con la atinadísima y maternal observación: “Qué buena noticia que me das, Carlos Enrique. Ya me tenías preocupada porque hasta ahora no sentabas cabeza”. Y, por si fuera poco, remató diciéndole al oído a mi futura conviviente: “He hecho todo lo posible para que este chico no me salga maricón ni drogadicto; no sabes la paz que me das”.
Por su parte, Bety, con mucho más tino y decoro también, dijo cómo se sentía con la decisión de su heredera, entre risas y verdades: “No entiendo qué te ha visto mi hija, pero, si ella es feliz, yo no me meto”.
Yolanda y yo fuimos el primer amor de cada uno, ese que te genera unas irrefrenables ganas de hacer la vida juntos. Amor que, años después, nos hizo entender que la felicidad no es pertenencia del ser humano que tienes al frente y que, si es necesario dar un paso al costado en beneficio de la abundancia emocional del otro, pues hay que darlo.
Nosotros nos divorciamos (palabra de mierda) anhelando la plenitud en nuestras vidas. No me arrepiento de nada con ella; no creo en eso de “si hubiéramos sido más maduros”. Para mí, y estoy seguro de que para ella también, lo nuestro fue perfecto y necesario. Tan perfecto que, al día de hoy y desde hace 20 años, nos reconocemos como familia.
Hemos logrado deshabitar el eros para encontrarnos en el ágape.
Marita y yo nos conocimos por Tinder y escalamos al WhatsApp el mismo día. Ambos veníamos de profundos procesos de trabajo de crecimiento personal. Lo primero que me encantó de ella fue su arequipeñísima y nada disimulada tonadita al hablar. Clara, directa, honesta, decidida, con sueños y profunda en su conversación.
Confiada en la vida, con un sentido del humor realmente sobresaliente que, hasta el día de hoy, le sigue otorgando el sitial de ser la única persona en el mundo que me hace reír, Marita me encantó desde que la vi (aunque suene cliché). El mismo día que hicimos match salimos a tomar algo, era lunes. Yo recuerdo buscar en Google “lugares donde tomar un trago los lunes”. Había estado fuera de circulación cinco años y no tenía ni la más peregrina idea de adónde ir.
La web sugería Celeste, el top roof (o sea, el techo) del Hotel Hyatt, en San Isidro. Así que allí fuimos. “Señores, disculpen, ya estamos cerrando por hoy”, nos dijo amablemente el mozo a las 12 de la noche. No quería que la noche se acabara, así que volví a googlear y esta vez me salió el archiafamado bar Carnaval. Vamos para allá y, de ahí, al bar inglés del hotel Westin, porque no quiero dejar de conocerte.
Cinco de la madrugada en la ciudad de Lima, ya es martes y tengo que ir a la radio a hacer mi programa. ¿Te dejo en tu casa y nos vemos luego? Y así fue: a las 11 de la mañana nos volvimos a juntar. Así toda la semana de idas y venidas, hasta que el domingo en la noche sale Vizcarra anunciando un encierro de 15 días porque hay una pandemia en el mundo. ¿Y si te quedas en mi casa? Porque no creo que resista estos días sin verte. Yo tampoco creo que aguante. ¡Ya pues! Y así hasta el día de hoy. Desde la consciencia de elegirnos día a día y con la convicción de que lo único que nos une es estar al servicio el uno del otro.
Todos los días hacemos lo necesario para que cada uno llegue a ser quien quiere en esta vida y, desde ahí, somos libres, y sabemos también que, si la felicidad del otro está en algún lugar al que cualquiera de los dos no pueda acceder por cualquier circunstancia, nos dejaremos ir. No me veo sin ella ni ella sin mí, y desde ahí nos elegimos día a día.
Así las cosas, había que tomar un avión hasta la tierra del rocoto relleno para comunicarles a sus papás de nuestro idilio.
Desde ya, a su mamá le sabía a chicharrón que su hija estuviera con un señor 15 años mayor, con tres hijos y dos divorcios. Y cómo no, yo entiendo a tu vieja, le decía todo el tiempo a Marita. Es más, poniendo a prueba mi empatía, pues yo tampoco estaría conmigo si fuera el caso.
Cuento corto: sentados en la mesa del comedor, Nati no ha dejado de hablarme de usted en todo momento, tomando distancia de este monstruo que está embaucando a su doncella. Me mira fijamente a los ojos y, casi con odio, me pregunta: ¿cuáles son sus intenciones con mi hija?... Yo, la verdad, me quería reír, pero sabía que eso no sería de mucho aporte, así que atiné a responderle “las mismas que Marita tiene conmigo”. Caso cerrado, regresamos a Lima en el primer vuelo del día siguiente, previa pachamanqueada en el hotel (sin la aún aprobación de su mamá, lo cual lo hacía más sabroso).
Al día de hoy, cada vez que Bety se entera de alguna ocurrencia en mi vida, no duda en hacerme saber que ella está siempre rezando por mí.
Nati no deja de decirle a Marita que me manda saludos y estoy presente en sus oraciones.
Me emociona muchísimo porque sé que lo hacen de corazón y se puede pasar del odio al amor. Gracias por sus rezos, novenas y rosarios completos en mi nombre. Ustedes son mis ángeles.
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